Homilía para el domingo, 28 de diciembre de 2008

La Sagrada Familia de Jesús, María, y José

(Génesis 15:1-6.21:1-3; Hebreos 11:8.11-12.17-19; Lucas 2:22-40)

La mujer parecía relativamente joven. Por su paso rápido se diría que sólo tenía cincuenta años. Pero a lo mejor tenía más que sesenta. Era madre de diecisiete hijos. Sí, es un número increíble para el día de hoy. No obstante, se destacó su vida aún más por otro hecho de su familia. Cada domingo en la noche sus hijos llegan a su casa con los nietos para rezar juntos el rosario. Dice la mujer que todos los jóvenes no vienen todos los domingos sino cuando puedan. Vemos este género de piedad en el evangelio ahora.

María y José cumplen los preceptos de la ley en cuanto al nacimiento de su hijo. Lo llevan al Templo para presentarlo al Señor en el tiempo indicado. Con este acto la sagrada familia provee un patrón para toda familia católica. Nosotros acudimos a la iglesia para el bautismo de nuestros niños. Es cierto que las familias latinas -- sean mexicanas, colombianas, o de otro origen -- son muy cumplidas en este menester. Las clases bautismales son tan llenas de los padres y padrinos que los párrocos pregunten a dónde se esconden después del rito.

Sin embargo, Jesús -- el bebé que Simeón toma en sus brazos -- nos llamará a un compromiso más allá que bautizar a nuestros niños. Como “luz . . . a las naciones” él nos guiará a una santidad conocida por el amor abnegado. A veces vemos este amor en los hermanos mayores que aplazan al matrimonio para educar a los hermanos menores. Otras veces percibimos este compromiso en los padres que dejan su deseo para nietos para apoyar la vocación religiosa de un hijo o hija.

Con una percepción profética Simeón nota en el niño más que un varón justo. No será sólo la medida de buena conducta sino también el revelador del interior de los hombres y mujeres. Como la cuestión de la pena de muerte, él provocará una reacción fuerte o en pro o en contra de él. Lo miramos colgando en la cruz. ¿Qué piensa de una tal muerte? ¿Es heroica o sólo es una forma distorsionada de auto-satisfacción como decían los filósofos modernos de cualquier acto de bondad? A lo mejor aclamamos la entrega de Jesús porque nuestros padres nos educaron así. Y no sólo con palabras. Más bien, fueron nuestros padres llevándonos al orfanato para repartir regalitos o nuestras madres dándoles de cómo los pobres de las calles que nos hizo valorar el sacrificio de Jesús. De esta manera la familia se hace el evangelizador principal.

Pero no siempre. En algunas casas los padres desmienten verdaderos valores cristianos. Enseñan a los hijos que la vida es como un concurso cuyo objetivo es obtener la casa más grande, el carro más lujoso, y el empleo más lucrativo posible. A veces percibimos esta perspectiva cerca el árbol navideño en el repartir de regalos. Niños agarran los presentes como si fueran adictos en búsqueda de heroína. Si no reciben algo que esperaban, gimen como bebés no alimentados. De algún modo tenemos que exponer la falsedad de este tipo de comportamiento. Tenemos que mostrar a nuestros niños que estamos en la tierra para servir al Señor, no para satisfacer nuestros antojitos. En el evangelio ni María está eximida de esta prueba. Simeón le dice a ella que una espada atravesará su corazón. Estas palabras enigmáticas significan que ella también estará juzgada por seguir o no seguir la luz a las naciones.

Una vez apareció en la portada de una tarjeta navideña Jesús colgando en la cruz. Dijo adentro, “Feliz Navidad.” ¿Una abominación o, quizás, un chiste? Apenas. Más bien nos instruye el significado del nacimiento de Jesús. No vino a nosotros para satisfacer sus antojitos. Más bien, llegó para servir a Dios por su entrega por nosotros. Esto es lo que nos hace su nacimiento tan feliz. Su cruz nos hace su nacimiento feliz.

Homilía para el domingo, 21 de diciembre de 2008

Homilía para el IV Domingo de Adviento

(II Samuel 7:1-5.8-12.14.16; Romanos 16:25-27; Lucas 1:26-38)

El rey David está decidido a construir una casa para Dios. Se ha instalado en su palacio de cedro. “¿Te has dado cuenta – David pregunta al profeta Natán – que…el arca de Dios sigue alojado en una tienda de campaña?” Parece como un acto de gran piedad como el millonario que he construido una nueva universidad católica en Florida. Pero, más probable, David quiere adelantar sus propios intereses. En este tiempo el estado de Israel todavía está formándose de la federación débil del período de los jueces. David necesita consolidar su base de poder para que todas las tribus de Israel se sometan a él. Su plan es traer el arca a Jerusalén, la ciudad que acaba a conquistar. Entonces, proyecta hacer un templo para el arca que atraerá peregrinos de todas las tribus. En fin, para los ojos de todos él se hará el juez de jueces, el indiscutido líder de los israelitas.

¿Una estrategia astuta, no? Pero no es muy distinta de los modos que nosotros usamos para imponer nuestra voluntad. ¿Jamás hemos “hecho una aparición” en lugar de participar en el evento de verdad para impresionar a los demás? O, posiblemente, hemos retenido algo que la otra persona necesita hasta que nos dé lo que queramos como el supervisor que sólo aprobará el aumento del trabajador si él no reporta sus errores. O hemos hecho al otro sentir la vergüenza si no cede a nuestras exigencias como los padres que tratan a manipular a sus hijos pasar con ellos todos los días de fiesta. No es necesariamente malo decir a los niños que tienen que obedecer para recibir regalos navideños. Pero, sí, es pecado decirles a mentir para sacarnos de una situación inconveniente.

Por supuesto, Dios sabe la duplicidad del corazón humano. Es como la madre que siente olor de tobaco en el aliento de su hija adolescente y le prohíbe de asociar más con sus amigas. Por eso, Cristo nos ha dejado el Sacramento de Reconciliación para enmendar nuestros vicios. Realmente nos cuesta escrudiñar nuestros corazones para la corrupción, ir a la iglesia por las horas indicadas, confesar al otro ser humano que no somos tan buenos como parezcamos, y hacer la penitencia que él decida apropiada. Tal vez sintamos tan molestos como David debe sentir cuando Dios lo informa que no es de él a construir el templo.

En contraste a David podemos mirar hacia María en el pasaje evangélico de hoy. Podemos nombrar tres virtudes indudables en su comportamiento. Primero, ella es humilde. Se preocupa cuando oye las palabras “llena de gracia” dirigidas a ella. Evidentemente su desconcierto resulta del hecho que, como llena de gracia, ella no se piensa en sí misma así. Segundo, es inocente. No hace fantasías en tener relaciones ilícitas para realizar lo que se le dice. Piensa sólo en vivir rectamente en conformidad con la ley de Dios. Finalmente, es sumisa a la voluntad de Dios. De hecho, se describe a sí misma como una “esclava” esperando el orden de su señor. En nuestra tradición cristiana Jesús siempre es el dechado de virtud, el modelo que seguimos sobre todo. Sin embargo, reconocemos a María, su madre, como otra persona de corazón puro y digna no sólo de nuestra admiración sino también de nuestra imitación.

Homilía para el Domingo, 14 de diciembre de 2008

Homilía para el III Domingo de Adviento

(Isaías 61:1-2.10-11; I Tesalonicenses 5:16-24; Juan 1:6-8.19-28)

Los saludos navideños llegaron en forma de una hoja doblegada en tres. Al abrirla, se ven titulares contando de tragedias y catástrofes. Dicen: “Ocho asesinados en la frontera”; “…matados en la violencia nigeriana”; “…sitio en Bombay”; “109 muertos en inundaciones en Brasil”: “una shock en precios eléctricas.” Pero en las letras más ennegrecidas es la proclamación del evangelio de la misa navideña: “No teman. Vengo para proclamarte buenas noticias, de mucha alegría.”

¿Quién duda que se necesite un Mesías hoy para entregar el mundo de sus problemas? Sin embargo, no parece posible ubicar nuestra esperanza en un político. Otro titular estos días cuenta del ultraje de un gobernador deseando vender un puesto en el senado bajo su control. Aun el nuevo presidente, en lo cual los muchos que no creen que el aborto es el crimen más pernicioso de nuestros tiempos ponen sus esperanzas, no podrá resolver las contiendas más tenaces. Tampoco tenemos ilusiones por los financieros y los capitanes de industria. La falla del sistema económica ha mostrado sus faltas. No, como Juan desconoce que él es el Mesías en el evangelio hoy, sabemos nosotros que ningún político y ningún rico es quien va a salvarnos. Los problemas son tan enraizados, las enfermedades tan cancerosas, que el Mesías tendrá que ser como un gran médico que puede remediar el mundo desde adentro.

El profeta Isaías describe este doctor del planeta como el que es ungido para curar a los de corazón quebrantado. Nosotros lo vemos en Jesús de Nazaret. No solamente curó a muchos enfermos en su tiempo sino también ha dejado una herencia de sanación. Sus palabras nos interrogan como rayos equis produciendo la diagnosis de la codicia. Sí, nuestros corazones son infectados con el deseo a dominar al otro por su propio placer, a tener toda la plata necesaria para vivir con la comodidad absoluta, y a mantener el prestigio de ser “buena gente” aún si no lo somos. También Jesús nos ha dejado el remedio. Nos inyecta con el Espíritu Santo para limpiar nuestros corazones de todo su escarnio.

Entonces ¿crearemos un mundo perfecto, una utopia donde todos vivan en el amor? Desgraciadamente no podemos ni esperarlo. Con ojos abiertos tenemos que reconocer tan extensiva es la enfermedad y tan fuerte es el cáncer que no se pueda erradicarlo en la historia. Sólo podemos permitir que el Espíritu domine a nuestras voluntades de modo que formemos una comunidad que dé testimonio a Jesús. Entonces por nuestra atención a los pobres, por nuestro cuidado del uno y otro, y por nuestra confianza en Dios otros van a unirse con nosotros. Resultará en una sociedad un poco más justa y un mundo un poco más habitable.

Homilía para el Domingo, 7 de diciembre de 2008

El II Domingo de Adviento

(Isaías 40:1-5.9-11; II Pedro 3:8-14; Marcos 1:1-8)

Parece extraño utilizar el Evangelio según San Marcos durante Adviento. Es como celebrar la Navidad con conejitos morados y amarillos. Pues, Marcos no relata nada del nacimiento de Jesús. Sin embargo, tenemos que recordar el propósito de Adviento. Es para contarnos de las dos venidas de Cristo – una como humano parecido a nosotros y otra como el rey eterno para juzgarnos. Ciertamente lo más significante de Jesús no ocurre en el principio de su vida sino cuando la termina. Si no vemos en los pañuelos a el que va a crucificarse por nosotros, no hemos entendido bien la historia. Otro modo de entender esto es decir que la Navidad tiene que ver con mucho más que el milagro de la vida natural, tanto maravilloso que sea. Siempre toca el inesperable don de la vida eterna en que Dios se demuestra más creativo que nuestra imaginación. Se puede decir con razón: si no vemos la conexión entre la madera del pesebre y la madera de la cruz, estamos espiritualmente ciegos.

Sin duda Juan reconoce el valor de el que viene detrás de él. Dice que él mismo sólo bautiza con agua pero el que viene bautizará con el Espíritu Santo. La diferencia es algo semejante a la diferencia entre el equipo de fútbol de la esquela secundaria fulano y los Vaqueros de Dallas. El bautismo con agua significa el deseo para vivir de nuevo. Las acciones de Jesús – el curar de enfermos, el expulsar de demonios, el dar de comer a los hambrientos – inauguran la vida nueva.

Curiosamente Juan en el Evangelio según San Marcos no sabe exactamente quien es que mostrará el poder del Espíritu Santo. No dice, “Su nombre es Jesús de Nazaret.” Mucha gente actualmente está en una situación opuesta. Sabe de Jesús de Nazaret, pero no viven como si él verdaderamente les suelta al Espíritu Santo. Aún si se identifican con Jesús por llamarse “cristianos,” no practican sus enseñanzas ni le dan el culto. Jesús les sirve por la mayor parte como un estandarte cultural. Les da pretexto para inundar a sus niños con regalos y para festejar por casi un mes entero al fin del año. Pero tiene muy poca transcendencia en sus vidas cotidianas.

Nuestra aceptación de Jesús como el que murió por nosotros en la cruz y como el que nos suelta al Espíritu Santo debería influenciar nuestra celebración de la Navidad. Sí, damos regalos a los niños en honor de Jesús, pero también nos damos cuenta de que él ha dicho que pongamos el tesoro en el cielo por buenas obras y no en la tierra por un montón de juguetes. Sí, festejamos el nacimiento del Salvador, pero también nos damos cuenta que el vino puede confundir la mente a hacer lo destructivo. Sí, visitamos las casas de amigos y parientes en este tiempo, pero nos damos cuenta que el que celebramos también nos llama juntos para adorarlo como una comunidad de fe.

Homilía para el domingo, 30 de noviembre de 2008

El Primer Domingo de Adviento

(Isaías 63:16b-17.64:1.3b-8; I Corintios 1:3-9; Marcos 13:33-37)

¿Deberíamos decir “Feliz Navidad” o “Felices Días de Fiesta”? Dentro de poco vamos a renovar esa riña entre los conservadores y los secularistas. Por ahora nosotros tenemos que enfrentar una cuestión más al fondo. Más de pensar en cómo mantener a Cristo en la Navidad, tenemos que pensar en cómo poner a Cristo en el Adviento. Por años el Adviento ha sido mayormente el tiempo de compras navideñas. Sin embrago, como indica el evangelio hoy, es el tiempo más tajante para ver el horizonte por signos de Cristo. Él prometió a volver a su pueblo, pero hasta ahora no ha ocurrido su regreso en manera definitiva.

En verdad, la comunidad de fe espera a Cristo siete días por semana, tres cientos sesenta cinco días por año. Eso es, vive para el tiempo en que Cristo vendrá para vindicar sus esfuerzos de la justicia. Realmente no es fácil ser cristiano en este mundo con valores distorsionados. Donde los otros anhelan el sexo por el placer, la comunidad de fe reconoce el acto sexual como modo de profundizar la relación entre los casados y de llenar la tierra con su prole. Donde los otros codician el dinero para estar sumamente cómodos, la comunidad de fe lo busca como el medio para asegurar una vida digna. Donde los otros se aprovechan de la fuerza para dominar a los demás, la comunidad de fe la ve como el último recurso para mantener la paz. Cuando Cristo venga, él va a mostrar cómo la comunidad de fe, ahora sufrida y burlada, ha tenido la razón.

No sabemos por seguro pero a lo mejor Cristo no regresará en persona este año. Quizás sea mejor así. Muchos pueblos no han tenido la oportunidad de escuchar su mensaje de paz y justicia. También, cada uno de nosotros tiene a seres queridos que andan descarriados. Si él va a llamar a la vida eterna sólo a aquellas personas que cumplan con su ley de amor, todos estos se privarán de la felicidad. Una cosa por añadidura: el gran humanista ruso Aleksandr Soljenitsyn escribió: “…la línea separando lo bueno y lo malo no pasa por los estados, ni por las clases, ni siquiera por los partidos políticos sino por cada corazón humano.” Sí, posiblemente sea mejor que Cristo no venga ahora para que nosotros mismos tengamos tiempo para arrepentirnos de los modos errantes.

Aunque no venga este año en carne y sangre, es cierto que Cristo se nos presentará en sacramento y símbolos. Vendrá particularmente en la misa de Navidad, sea la misa de gallo o durante el día. Entonces podemos recibir su cuerpo y su sangre para reforzarnos en la lucha contra el mal. También vendrá en la generosidad que encontramos muy seguido al fin del año. Aunque a veces se destruye el significado de la Navidad por los excesos del tiempo, todavía vislumbramos a Cristo en la gente tratando de complacer los unos a los otros. Por último, los cielos dan huellas de Cristo por el triunfo de la luz del día sobre las tinieblas. Esto es en el norte. En el hemisferio sureño, la gente puede ver a Cristo en el milagro de las frutas del campo madurándose. Es cierto de una manera u otra Jesús vendrá.

Homilía para el domingo, 23 de noviembre de 2008

La Solemnidad del Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

(Ezequiel 34:11-12.15-17; I Corintios 15:20-26.28; Mateo 25:31-46)

El gran escritor espiritual ruso, Feodor Dostoievski, en su obra maestra Los hermanos Karamazov cuenta de un hecho de caridad. Dice que una vez existió una campesina tan mala que cuando murió, los diablos la echaron en un lago de fuego. Sin embargo, su ángel custodio intercedió por ella antes el Altísimo diciéndole que una vez ella regaló una cebolla a una mendiga. Dios tuvo compasión de la mujer por decir al ángel que él pudiera arrancarla del fuego con la cebolla que ella dio a la mendiga. El ángel hizo lo que le sugirió el Señor. Le extendió la cebolla a la mujer que la agarró. Al ver a ella saliendo del lago, los otros pecadores la aferraron para que también ellos escaparan del suplicio. Ella comenzó a patear a sus compañeros gritando, “Soy yo para ser salvada de este lago, no ustedes. Fue mi cebolla, no la suya.” Entonces, la cebolla rompió y ella se cayó de nuevo al lago de fuego.

Este cuento nos hace cuestionar el evangelio de la misa hoy. Nos preguntamos: ¿Es suficiente un acto de misericordia para ganar entrada al reino de los cielos? O ¿es que uno tiene que socorrer a otras personas regularmente? O posiblemente ¿la misericordia tiene que ser una disposición de la vida? Evidentemente Dostoievski pensaba que un solo acto no sería adecuado para ganar las tendencias al egoísmo que el humano ampara en su corazón. Es cierto; uno tiene que actuar con la misericordia habitualmente de modo que se vuelva una condición del espíritu. Así, la persona es bondadosa no sólo a un necesitado sino a todos, no sólo una vez sino siempre aún cuando le cuesta.

En el principio de este Evangelio según San Mateo Jesús dijo a sus discípulos: “Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos.” Ahora con esta vislumbre del juicio final podemos ver más claramente lo que el Señor quería decir en la primera bienaventuranza. Los pobres del espíritu no son simplemente aquellas personas con un mínimo de recursos. Más bien, son aquellas con la disposición de reconocer a Jesús en los más necesitados y compartir con ellos lo poco que tienen en consecuencia. Es la disposición de la mujer que llevaba comida a los desamparados en un refugio por años con su marido. Ahora, a pesar de la muerte de él y del hecho que ya se ha puesto anciana, ella sigue yendo al refugio una vez por semana. Podemos decir con alguna certeza que cuando venga, el Señor va a dirigirla pronto a la entrada del reino.

¿Cómo podemos superar las tendencias a la apatía, el egoísmo, y la codicia que nos impiden compartir nuestros recursos? En primer lugar tenemos que reconocer cómo todo lo que tenemos no es propiamente de nosotros sino de Dios. Dios sólo se nos ha encomendado para que nosotros los proporcionemos a otros con la justicia. En segundo lugar tenemos que desarrollar el hábito de socorrer a los demás. Unos visitan a los prisioneros cada ocho días como una prioridad de sus vidas. Otros proporcionan una cantidad sustanciosa de sus ingresos para mitigar las necesidades de los pobres. Finalmente, tenemos que orar constantemente que Cristo comparta su Espíritu del amor con nosotros. La apatía, el egoísmo, y la codicia son vicios imponentes. Vencerlos completamente no es trabajo propiamente humano. Más bien, para lograrlo nos hace falta la mano de Dios.

Homilía para el Domingo, 16 de noviembre de 2008

Homilía para el XXXIII Domingo Ordinario, 16 de noviembre de 2008

(Proverbios 31:10-13.19-20.30-31; I Tesalonicenses 5:1-6; Mateo 25:14-30)

En el año 1995 el papa Juan Pablo II envió una carta a todas las mujeres del mundo. En ella él expuso su alto aprecio y profunda gratitud por ellas. Escribió: “Te doy gracias, mujer-madre.... Te doy gracias, mujer-esposa…. Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana…. Te doy gracias, mujer-trabajadora…. Te doy gracias, mujer-consagrada.... Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer!” En la carta el papa dio eco al homenaje de mujeres que escuchamos en la primera lectura hoy.

El libro de los Proverbios concluye con un poema acróstico. Sabemos lo que es un acróstico, ¿no? M es por sus manos que transforman la casa en un hogar; u es por la unión firme que haces del matrimonio; j es por el júbilo que traes a todo miembro de la familia; etcétera. Pero en el caso del libro de los Proverbios, el acróstico no deletrea “mujer” sino utiliza todas las letras del alfabeto hebreo para describir la mujer perfecta. Esta alabanza difiere mucho del mínimo respeto hacia las mujeres en la historia antigua. Aún en el Antiguo Testamento por la mayor parte se consideran mujeres como propiedad de sus maridos. Es cierto que en la creación Eva disfruta la igualdad con Adán. Sin embargo porque se rindió a la tentación de la serpiente, se hizo subordinada a su esposo.

En contraste, Jesús trata a mujeres con una sensibilidad notable. Sana la hemorragia de la mujer que la sufría doce años. Visita la casa de dos hermanas y permite que un grupo de mujeres acompañe a él y los doce apóstoles. Más significativamente, Jesús restaura la igualdad a la mujer cuando proclama que en el matrimonio el hombre y la mujer se hacen una sola carne de modo que ninguno de los dos tenga el derecho del divorcio. Por eso San Pablo escribirá que en Cristo “…no se hace diferencia entre hombre y mujer…”

Es sólo una lastima que hombres cristianos han explotado a las mujeres a través de los siglos. En la casa han mirado a las mujeres como objetos de deseo y han descontado sus muchas y variadas capacidades. En el trabajo han pagado a mujeres menos que a los hombres y a menudo han exigido más labor que era justa. La lista de abusos suplica la reconciliación. En su carta del 1995 el papa Juan Pablo atentó lograrla. Por los pecados contra mujeres a través de los siglos cuyas responsabilidades pertenecen a los hijos de la Iglesia, él dijo claramente, “Lo siento sinceramente.” Si me permiten, quisiera reiterar la disculpa del nuestro querido papa antiguo. Para todas las mujeres que han sido ofendidas por la dureza y malicia de sacerdotes, lo siento mucho.

Posiblemente algunas personas se pregunten, ¿por qué la Iglesia no trata de remediar sus errores del pasado por ordenar a mujeres sacerdotes? Una vez más, el papa Juan Pablo nos guió con la respuesta. La Iglesia no puede ordenar a mujeres sacerdotes porque Jesús, el protagonista de mujeres más seguro, no pensó que sería sabio hacerlo. Por razón de sus característicos femeninos las mujeres no pueden hacerse iconos de Cristo, el esposo de la Iglesia. Sin embargo, por la misma femineidad las mujeres pueden ser imágenes de la Iglesia, la esposa de Cristo y madre de creyentes. Vemos esto constantemente, consistentemente, y compasivamente. Por eso quisiera hacer una declaración final. De parte de toda la Iglesia a cada mujer aquí presente: Te doy gracias por su amor abnegado.