Homilía para el domingo, 23 de noviembre de 2008

La Solemnidad del Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

(Ezequiel 34:11-12.15-17; I Corintios 15:20-26.28; Mateo 25:31-46)

El gran escritor espiritual ruso, Feodor Dostoievski, en su obra maestra Los hermanos Karamazov cuenta de un hecho de caridad. Dice que una vez existió una campesina tan mala que cuando murió, los diablos la echaron en un lago de fuego. Sin embargo, su ángel custodio intercedió por ella antes el Altísimo diciéndole que una vez ella regaló una cebolla a una mendiga. Dios tuvo compasión de la mujer por decir al ángel que él pudiera arrancarla del fuego con la cebolla que ella dio a la mendiga. El ángel hizo lo que le sugirió el Señor. Le extendió la cebolla a la mujer que la agarró. Al ver a ella saliendo del lago, los otros pecadores la aferraron para que también ellos escaparan del suplicio. Ella comenzó a patear a sus compañeros gritando, “Soy yo para ser salvada de este lago, no ustedes. Fue mi cebolla, no la suya.” Entonces, la cebolla rompió y ella se cayó de nuevo al lago de fuego.

Este cuento nos hace cuestionar el evangelio de la misa hoy. Nos preguntamos: ¿Es suficiente un acto de misericordia para ganar entrada al reino de los cielos? O ¿es que uno tiene que socorrer a otras personas regularmente? O posiblemente ¿la misericordia tiene que ser una disposición de la vida? Evidentemente Dostoievski pensaba que un solo acto no sería adecuado para ganar las tendencias al egoísmo que el humano ampara en su corazón. Es cierto; uno tiene que actuar con la misericordia habitualmente de modo que se vuelva una condición del espíritu. Así, la persona es bondadosa no sólo a un necesitado sino a todos, no sólo una vez sino siempre aún cuando le cuesta.

En el principio de este Evangelio según San Mateo Jesús dijo a sus discípulos: “Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos.” Ahora con esta vislumbre del juicio final podemos ver más claramente lo que el Señor quería decir en la primera bienaventuranza. Los pobres del espíritu no son simplemente aquellas personas con un mínimo de recursos. Más bien, son aquellas con la disposición de reconocer a Jesús en los más necesitados y compartir con ellos lo poco que tienen en consecuencia. Es la disposición de la mujer que llevaba comida a los desamparados en un refugio por años con su marido. Ahora, a pesar de la muerte de él y del hecho que ya se ha puesto anciana, ella sigue yendo al refugio una vez por semana. Podemos decir con alguna certeza que cuando venga, el Señor va a dirigirla pronto a la entrada del reino.

¿Cómo podemos superar las tendencias a la apatía, el egoísmo, y la codicia que nos impiden compartir nuestros recursos? En primer lugar tenemos que reconocer cómo todo lo que tenemos no es propiamente de nosotros sino de Dios. Dios sólo se nos ha encomendado para que nosotros los proporcionemos a otros con la justicia. En segundo lugar tenemos que desarrollar el hábito de socorrer a los demás. Unos visitan a los prisioneros cada ocho días como una prioridad de sus vidas. Otros proporcionan una cantidad sustanciosa de sus ingresos para mitigar las necesidades de los pobres. Finalmente, tenemos que orar constantemente que Cristo comparta su Espíritu del amor con nosotros. La apatía, el egoísmo, y la codicia son vicios imponentes. Vencerlos completamente no es trabajo propiamente humano. Más bien, para lograrlo nos hace falta la mano de Dios.

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