El domingo, 3 de junio de 2012

Santísima Trinidad

(Deuteronomio 4:31-34.39-40; Romanos 8:14-17; Mateo 28:16-20)

Imaginémonos por un momento que somos de la familia Kennedy.  No cualquier familia Kennedy sino parientes del antiguo presidente de los Estados Unidos.  Un millón de dólares fueron depositados en una cuenta bancaria para nosotros el día de nuestro nacimiento.  Cualquiera universidad nos aceptaría con ganas como estudiantes.  Es igual con las compañías: no iríamos faltando trabajo.  Y si querríamos entrar en la política, un ejército de trabajadores estaría dispuesto a ayudarnos en las elecciones.  Sería interesante, pero el evangelio hoy nos cuenta del nacimiento en una familia aún más grande que la de los Kennedy.

 Jesús manda a sus discípulos a bautizar a gentes de todas las naciones “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.  En otras palabras, quiere que les introduzcan en la familia Dios.  Tendrán nueva identidad, “cristianos”, que proviene del otro nombre para el Hijo, “Cristo”, significando el ungido para servir. También, tendrán nuevo patrimonio: ni dinero ni tierras sino la vida eterna.  Por hermanos tendrán una cuarta parte de la población mundial, los hombres y mujeres que comprenden la Iglesia.  Sin embargo, estos privilegios llevan responsabilidades.  Tendrán que servir a los demás junto con Cristo.

 La familia es de Dios Padre lo cual pensamos como el Creador.  No es que el Hijo y el Espíritu no participaran en la creación.  No, lo que se dice de uno, se puede decir de los tres excepto que sólo el Hijo se hizo hombre.  De hecho, cada uno comprende la totalidad de ser Dios.  Sin embargo, se asocia el Padre con la creación porque se la describe en el Antiguo Testamento que se enfoca en Dios como Soberano de todo.  Podemos asociar a Dios Padre también con el amor. Pues, el Hijo lo reveló cómo quien ama al mundo, aun a los hijos que lo deja para derrochar su herencia con ajenos.  Miramos a Dios Padre para proveer las necesidades y le agradecemos porque siempre nos ha respondido generosamente.  ¿Dios nos ama como madre también?  Es cierto.  Existen unos pasajes bíblicos indicando que el amor de Dios es entrañable como el vientre materno.  Realmente en Dios no hay ni masculino ni femenino porque no tiene cuerpo.  Lo llamamos “Padre” siguiendo a Jesús. 

 También la familia de Dios es del Hijo que tomó la misma carne como nosotros.  Estamos tan acostumbrados a pensar en Jesús como divino que nos olvidamos de la lucha para establecer esta verdad.  Por un tiempo en el siglo cuarto la mayoría de los cristianos – pero no de los obispos – estaban de acuerdo con un teólogo llamado Arrio lo cual enseñó que Jesús no fue igual con el Padre.  Razonó Arrio que Dios no podía encarnarse porque tiene una naturaleza infinita mientras el ser humano tiene límites.  Según su modo de pensar si Dios fuera a hacerse hombre sería como poner una montaña en una caja.  Entretanto san Atanasio, el gran defensor de la tradición católica, ofreció un argumento en contra de Ario. Dijo que la naturaleza de Dios es misterio completamente fuera de la comprensión humana.  Por eso, no se puede decir que Dios no hiciera hombre, y porque el evangelio lo dice, no hay razón de no aceptarlo como la verdad.  Ciertamente nos consuela mucho la doctrina de la divinidad de Jesucristo. Implica no sólo que él conoce nuestra precaria sino también puede hacer lo necesario para ayudarnos.

 Si ha sido retador para algunos pensar en Jesucristo como Dios, ha sido más difícil aún ver al Espíritu Santo como una persona distinta de Dios Padre y Dios Hijo.  Es así porque a veces la Biblia lo identifica como “el Espíritu de Dios” o “El Espíritu de Cristo” como si fuera una dimensión del Padre o del Hijo.  Sin embargo, sabemos tanto por la reflexión teológica como por otros pasajes bíblicos que el Espíritu es una persona distinta.  Se le asocia a Él con la misión de presenciar a Dios en el mundo actual.  Es el Espíritu que nos guarda del mal y que nos transforma el pan en el Cuerpo de Cristo.  Nos aprovechamos de varios objetos naturales para simbolizar al Espíritu Santo que por sí mismos indican la imposibilidad de describir a Dios adecuadamente.  El Espíritu es como el agua que apoya la vida, la luz que nos ilumine las trampas del mundo, y la brisa que nos alivia el peso del día.  Sobre todo el Espíritu es como fuego que enciende el amor en nuestro ser.

 Algunos describen a Dios con un círculo porque es infinito.  Sin embargo, el círculo no transmite la idea que Dios es de tres personas.  Otros simbolizan a Dios por un triangulo equilátero, pero los ángulos y los lados no conllevan la idea que cada persona comprende la totalidad de Dios.  Tal vez queramos imaginar a Dios como un retrato familiar, pero ¿cómo nos vamos a imaginar a Dios Espíritu y Dios Padre?  No, no se puede imaginar adecuadamente a Dios porque es fuera de la comprensión humana.  Sin embargo, podemos contar con Él.  Nos conoce y nos ama. Podemos contar con Él.

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