El domingo, 22 de julio de 2012


XVI DOMINGO ORDINARIO

 (Jeremías 23:1-6; Efesios 2:13-18; Marcos 6:30-34)


Es cierto.  Podemos contar con ello.  Al mundo no le falta el rencor.  En muchos países los nativos y los inmigrantes contienden con uno y otro.  Aquí en este país (los Estados Unidos) los nativos se preocupan que la red de seguridad esté siendo apremiada por los inmigrantes.  Entretanto los inmigrantes quieren trabajar para hacer sus vidas cómodas.  Otro conflicto envuelve los partidos políticos.  Los Republicanos reclaman que la persona puede ganar lo necesario por sí mismo mientras los Demócratas se confían más en la necesidad de la ayuda social.  En la Iglesia los progresistas desean muchos cambios como el divorcio mientras los conservadores insisten que lo que hace falta es la disciplina.  Tal vez cada uno de nosotros experimentamos varias luchas en nuestra propia vida – con la familia, en el lugar del trabajo, dentro su propio corazón. Aunque algunos no reconozcan ningún remedio para estas contiendas, la segunda lectura hoy recomienda a Cristo como la solución a todas.



Dice la lectura: Cristo “es nuestra paz”.  La frase suena rara.  Fácilmente llamamos a Jesús como nuestro maestro, salvador, y médico.  Pero ¿cómo puede ser una abstracción como la paz?  ¿Se entiende como la personificación de la paz como se podría decir que Shakira es “puro entretenimiento”?  O tal vez se hable de Jesús como la paz porque la crea a dondequiera que vaya.  O posiblemente se llame Jesús “nuestra paz” porque de alguna manera se incorpora a todos en sí mismo resolviendo las diferencias entre uno y otro.  Resulta que Jesús es la paz en todos estos tres sentidos.



Jesús muestra la paz en sí mismo por no imponer límites a su amor.  Atiende tanto a pobres como a los ricos, tanto a las mujeres como a los hombres, tanto a los fariseos como a los pescadores.  Es como si su corazón, que describimos como sagrado, se ensanchara para cubrir el mundo entero.  Sí, se altera con la injusticia pero su consternación no queda por mucho tiempo.   Más bien se calma tan pronto como se dé cuenta que debajo de cada malvado queda un alma tergiversada por la falta de amor.



Más que muestra la paz, Jesús la produce en los demás.  Como perros y gatos, los judíos y no judíos no se mezclaban.  Los judíos miraban a los paganos como perdidos vagando por el mundo incapaces de llegar a Dios.  Sin embargo, por tanto que trataran, los judíos tampoco tenían éxito alcanzar a la santidad.  Sus esfuerzos siempre terminaron o en la falta de guardar el régimen de la ley o el orgullo que rindió sus intentos contraproducentes.  Sólo Jesús pudo reconciliar a los dos pueblos por su sangre derramada en la cruz.  El sacrificio de Cristo conquistó el odio porque fue completamente voluntario sin ninguna pista de culpa u obligación.  Viviendo en la sombra de esta inmensa auto-entrega, todos se humillan.  Sentimos la necesidad de soltar el rencor contra a los demás en conforme a su voluntad.



Juntos – judío y no judío; latino, blanco, negro, y asiático; dueños, trabajadores, y profesionales; mujeres y hombres – formamos un nuevo colectivo – la Iglesia.  Todos tenemos distintos papeles pero el mismo propósito: llevar a Cristo a los demás.  Los obispos gobiernan el cuerpo, pero no por eso son los más cercanos a Dios.  Los laicos tienen un papel más retador: santificar el mundo por ordenar los asuntos temporales según el plan de Dios.  A veces las mujeres sienten excluidas como miembros de la segunda clase en la Iglesia.  Sin embargo, el papa Benedicto tiene otra visión de la mujer.  Escribe (en su libro Jesús de Nazaret, segundo volumen): “La estructura jurídica de la Iglesia está fundada en Pedro y los Once, pero en la vida cotidiana de la Iglesia son las mujeres que constantemente abren la puerta al Señor y lo acompañan a la cruz, y por eso son ellas que experimentan al Resucitado”.


En la capilla de un monasterio en la mera costa sur de California cuelga un icono de Jesús.  Su faz da al océano y su mano está levantada en una bendición.  De ningún modo es este arreglo un accidente.  Expone la creencia cristiana que Jesús reina sobre el universo entero, incluso la entidad más grande de la tierra.  Su bendición es lo que hace ese cuerpo de agua “pacífico.”  Su bendición es lo que produce en nosotros la paz.

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