DECIMOQUINTO DOMINGO ORDINARIO
(Deuteronomio
30:10-14; Colosenses 1:15-20; Lucas 10:25-37)
En un
cine, un hombre se acerca al sacerdote después de la misa. Tiene una pregunta para el cura. Quiere saber cómo puede ser Dios tres y uno. En
parte quiere probar al cura y en parte busca la verdad. El doctor de la ley pregunta a Jesús en el
evangelio por motivos semejantes.
El
hombre quiere poner a Jesús a prueba.
Antes de aceptarlo como profeta quiere probar su teología. De una manera representa al hombre moderno
que es más dispuesto a acusar a Dios por lo malo en el mundo que amarlo por lo
bueno. Hace cincuenta años el apologista
del cristianismo inglés C.S. Lewis escribió un ensayo llamado Dios en el banquillo con este tema. Según el profesor Lewis la mayoría de la gente
contemporánea prefiere interrogar a Dios por qué permite las guerras, la pobreza,
y la enfermedad que pedirle perdón por sus pecados. Es como si el hombre no fuera
culpable de nada sino digno de reclamar por sí mismo la responsabilidad de toda
la bondad de la creación.
Así muchos
más buscan cómo vivir hasta noventa años que cómo vivir en paz con Dios. Al menos el doctor de la ley hace la pregunta
correcta: “… ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” Para él la meta no
es vivir cien años con no más que un dolor de cabeza esporádico sino conocer a
Dios en la gloria del cielo. El profeta
afro-americano bien mostraba el planteamiento correcto cuando dijo: “Como todos
me gustaría vivir una vida larga….Pero ello no me preocupa ahora. Sólo quiero cumplir la voluntad de Dios”.
Sin
embargo, no es necesario que el doctor de la ley pregunte a Jesús lo que tiene
que hacer. Él lo sabe bien. Tiene que amar a Dios sobre todo y amar a su
prójimo como a sí mismo. Estos deberes
son tan claros como el sol naciente aunque muchos prefieren esconderse de ellos. Hoy en día se invierte la fórmula. Según el pensamiento corriente para llegar a
la vida en plenitud uno tiene que amar a sí mismo sobre todo y amar a los demás
como ama a Dios, eso es no mucho.
Desgraciadamente,
muchos, incluyendo a nosotros que acudimos a la misa cada domingo, son
determinados a justificarse a sí mismos por lo poco que hagan. Porque no saben de lo que haga con la limosna, dicen que
no vale ayudar al mendigo en la calle. Sí, es cierto se puede derrochar la limosna en cerveza, pero deberían preguntarse si han hecho un donativo sustancioso
a la caridad. En el evangelio el doctor
de la ley quiere justificarse por restringir el concepto del prójimo. Tal vez – piensa – yo no sea faltando si el
prójimo es sólo la familia que vive en la casa a la par de la mía.
Sin
embargo, para Jesús el prójimo tiene significado mucho más amplio. Con la parábola del Buen Samaritano Jesús ilustra
lo que predicó en un famoso sermón: se debe amar a todos, hasta al
enemigo. Todo el mundo es nuestro
prójimo porque todos son criaturas de Dios cuya imagen amparan en sus
almas. El padre Uwem Akpan es jesuita del
África. Ha escrito un libro, basado en
sucesos verdaderos, sobre el terror que los niños experimentan en su
continente. En un capítulo el muchacho
nigeriano llamado Jubril huye de una turba de musulmanes. Es salvado por Mallam, un maestro musulmán, que
lo ampara en su casa al riesgo de su propia vida y las de su familia. En este caso es el musulmán que actúa como el
Buen Samaritano de Jesús.
Jesús
dice a su interrogador que imite al samaritano.
Eso es, en vez de preguntarse, ¿quién es mi prójimo? él tiene que hacerse prójimo a los demás por actos de caridad.
El mandato aplica no menos a nosotros.
Tenemos que tratar a todos con respeto, dispuestos a sacrificarnos si es
necesario por su bien. Eso es, personas de otras razas, religiones, y
nacionalidades. Los negros y los blancos
tienen que hacer esfuerzos para uno y otro – también, los inmigrantes y los
nativos, los católicos y los evangélicos.
Realmente
¿quién es el Buen Samaritano? ¿Es el
viajero de Samaria en la parábola de Jesús? Sí, es. ¿Es nosotros cuando ponemos al riesgo nuestra
comodidad para ayudar al otro? También,
es. Pero sobre todo es Jesucristo que
nos ha salvado de la turba de este mundo para hacernos dignos de la vida
eterna. Sobre todo el Buen Samaritano es
Jesús mismo.
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