EL TERCER DOMINGO DE PASCUA
(Hechos
3:13-15.17-19; I Juan 2:1-5; Lucas 24:35-48)
Hace cincuenta
años el hombre era seminarista. Ya no
asiste en la misa. Según su esposa, no más
cree en la resurrección de la muerte. Su
duda no es nada nueva. Se la dirigió San
Pablo en la Primera Carta a los Corintios.
Escribió: “…si los muertos no resucitan, tampoco Cristo pudo
resucitar”. Pero Pablo sabía bien que
Cristo había resucitado desde que se le apareció. Vemos otros testigos a la resurrección de
Cristo en el evangelio hoy.
Jesús
aparece entre sus apóstoles. Es cierto
que no es fantasma. Pues tiene
cuerpo. Aun invita a sus discípulos que
lo toquen. El argumento decisivo viene
cuando Jesús come en su presencia. Sin
embargo, su cuerpo se difiere de los cuerpos de nosotros. Ello puede aparecerse y desaparecerse a
voluntad. Evidentemente aun pasa por
puertas cerradas. Otra diferencia es que
no se identifica fácilmente. Los
discípulos que lo encontraron en el camino a Emaús no lo conocían al
principio. Sólo cuando partió el pan pudieron
reconocerlo.
Hay otra
evidencia en este evangelio que Jesús ha resucitado. Se muestra
cómo él ha cumplido las escrituras hebreas, incluso la resurrección de la
muerte. Sobre todo Jesús cumple la
profecía de Moisés lo cual escribió: “El Señor hará que un profeta como yo
surja entre sus hermanos…El que no escuche a ese profeta será eliminado del
pueblo” (Deuteronomio 18,18-19). También
refleja perfectamente al Siervo Doliente del profeta Isaías que sufrió por los
demás. Finalmente cumple el salmo que
dice: “…no me abandonarás en el lugar de los muertos ni permitirás que tu Santo
experimentará la corrupción” (Salmo 16,10).
Se ha
notado que Jesús se aparece a los creyentes en los evangelios. Encuentra a María Magdalena, Pedro, y otros discípulos
después su resurrección. El escéptico
querrá preguntar: si Jesús quería ser reconocido como resucitado por todos, ¿no
debería mostrarse a testigos neutrales? La
verdad es que ha hecho algo más determinante.
Aún hay un testigo de la resurrección que no sólo puede considerarse como
neutral sino antipático a Jesús. Pablo
está persiguiendo a los cristianos cuando se le aparece Jesús. Ciertamente el reverso completo de este hombre
astuto da peso a la veracidad de las apariciones.
La
conversión de Pablo sirve como modelo para la salvación. En la primera lectura San Pedro está listo
para exculpar a los judíos de la muerte de Cristo. Dice que actuaron en la ignorancia de quién
era. Pero queda firme en la necesidad
para el arrepentimiento. Si quieren
salvarse, los judíos tienen que arrepentirse en el nombre de Jesús. En la lectura hoy de la Primera Carta de
Juan, se extiende la oferta de la salvación al mundo entero. Añade el autor que la salvación requiere que se
cumplan los mandamientos de Jesús. Jesús
mismo ha resumido estos con la obligación de amar a Dios sobre todo y amar al
prójimo como a sí mismo.
¿Puede ser salvado alguien que no crea en
Jesucristo pero cumpla sus mandamientos de amor? Es posible que sea ignorante de quién es por
la mal conducta de los cristianos. El
gran humanitario Mahatma Gandhi escribió que él fue repulsado por el prejuicio
de los cristianos que él conocía como joven.
Por eso, se puede decir posiblemente uno pueda ser salvado sin la
creencia firme en Cristo. Pero tenemos
que añadir que la creencia en él nos provee el motivo más palpable para amar a
todos: su promesa de la vida eterna.
El
evangelio hoy termina con el mandato de predicar la salvación en Cristo a todas
las naciones. Es de nosotros cristianos
hoy en día tanto como los apóstoles del primer siglo para llevarlo a cabo. Nunca ha sido fácil. Pues, nos escucha el mundo no tanto por lo
que decimos sino por lo que hacemos. Por
eso, queremos arrepentirnos de cualquiera forma de prejuicio que tengamos para
conformarnos a los mandamientos del amor.
Queremos conformarnos al amor de Cristo.
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