El domingo, 8 de abril de 2018


EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA (DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA)

(Hechos 4:32-35; I John 5:1-6; John 20:19-31)



Tal vez el papa San Juan Pablo II fuera el personaje más conocido de nuestros tiempos.  Cuando murió, el mundo lamentó el término de su liderazgo.  Pero no lo perdimos completamente.  Pues dejó una gran herencia de escritos para meditar y poner en práctica.  En un sentido semejante se puede comparar el fallecimiento de Juan Pablo II con la muerte y resurrección de Jesucristo.  También Cristo nos dejó una herencia, aún más provechosa que la del San Juan Pablo.  Pero la herencia de Jesucristo no es de escritos sino algo mucho mejor.  Cristo nos dejó al Espíritu Santo que viene a la Iglesia y cada uno de sus miembros.  En las lecturas de la misa hoy se puede ver los beneficios de este Espíritu.

En la lectura de los Hechos de los Apóstoles el Espíritu mueve a los cristianos a tener “un solo corazón y una sola alma”.  Inspira a aquellos miembros de la comunidad con propiedades a venderlas por el bien de todos.  Hoy día esta práctica continúa con los religiosos y religiosas dejando sus patrimonios por el bien de sus congregaciones.  Los laicos también a menudo dejan sus tesoros a las caridades para beneficiar a los pobres. 

Estas muestras de caridad vistas en la historia apoyan la fe in Jesucristo.  Pero según la segunda lectura de la Primera Carta de San Juan, tenemos más razón que la historia de Jesús para creer en su divinidad. Es como la conversión en el día hoy. El papa Francisco puede escribir cien documentos sin ganar a muchos a la fe.  Pero la foto de él besando los pies de un prisionero al servicio de Jueves Santo puede convertir el corazón de miles.  ¿Qué es como la foto del papa que nos mueve a creer?  Es la promesa de la vida eterna.  Dice la Carta de Juan que la fe movida por el Espíritu nos hace victoriosos sobre el mundo.  Cuando tenemos una fe fuerte en la vida eterna, no vamos a ser engañados por la plata, el placer, o el prestigio.  Al contrario, vamos a esperar la vida eterna como el premio de vivir rectamente.  Por eso, al término del evangelio hoy Jesús llama a los creedores en su resurrección “dichosos”.

La fe en la resurrección no es el único regalo del Espíritu Santo visto en el evangelio.  Dice también que el Espíritu está conferido a los apóstoles para perdonar pecados.  Este don, institucionalizado en el Sacramento de la Reconciliación, nos sirve por tres propósitos considerables.  Primero, nos alivia del castigo de parte de Dios por nuestros pecados.  Ya no tenemos que pagar por nuestra rebeldía contra el Señor.  Más bien podemos mirar hacia la vida eterna como nuestro destino. Segundo, aliviados de la culpa, podemos perdonar a nosotros mismos por haber fallado.  Algunos no se dan cuenta de esta verdad.  Siguen en la vergüenza siempre confesando el mismo pecado aunque Dios no les ve como culpables.  Finalmente, sintiéndose como nueva creatura, podemos demostrar la misericordia a los demás.     

Solemos pensar que el Espíritu Santo vino cincuenta días después de la resurrección de Jesús.  Esta idea proviene de San Lucas a quien le gusta ordenar todas cosas. Pero San Juan tiene otro modo de relatar la historia.  Como se atestigua en el evangelio hoy, Jesús confiere al Espíritu la noche de la resurrección.  Nos acompaña a nosotros el mismo Espíritu como a los apóstoles.  El Espíritu nos mueve a beneficiar a los pobres, a mostrar la misericordia, y a esperar la vida eterna.  En resumen el Espíritu Santo nos hace victoriosos sobre el mundo.

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