EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA (DOMINGO DE LA
DIVINA MISERICORDIA)
(Hechos
4:32-35; I John 5:1-6; John 20:19-31)
Tal vez
el papa San Juan Pablo II fuera el personaje más conocido de nuestros tiempos. Cuando murió, el mundo lamentó el término de
su liderazgo. Pero no lo perdimos
completamente. Pues dejó una gran
herencia de escritos para meditar y poner en práctica. En un sentido semejante se puede comparar el
fallecimiento de Juan Pablo II con la muerte y resurrección de Jesucristo. También Cristo nos dejó una herencia, aún más
provechosa que la del San Juan Pablo. Pero
la herencia de Jesucristo no es de escritos sino algo mucho mejor. Cristo nos dejó al Espíritu Santo que viene a
la Iglesia y cada uno de sus miembros.
En las lecturas de la misa hoy se puede ver los beneficios de este
Espíritu.
En la
lectura de los Hechos de los Apóstoles el Espíritu mueve a los cristianos a
tener “un solo corazón y una sola alma”.
Inspira a aquellos miembros de la comunidad con propiedades a venderlas
por el bien de todos. Hoy día esta
práctica continúa con los religiosos y religiosas dejando sus patrimonios por
el bien de sus congregaciones. Los
laicos también a menudo dejan sus tesoros a las caridades para beneficiar a los
pobres.
Estas
muestras de caridad vistas en la historia apoyan la fe in Jesucristo. Pero según la segunda lectura de la Primera
Carta de San Juan, tenemos más razón que la historia de Jesús para creer en su
divinidad. Es como la conversión en el día hoy. El papa Francisco puede
escribir cien documentos sin ganar a muchos a la fe. Pero la foto de él besando los pies de un
prisionero al servicio de Jueves Santo puede convertir el corazón de miles. ¿Qué es como la foto del papa que nos mueve a
creer? Es la promesa de la vida
eterna. Dice la Carta de Juan que la fe
movida por el Espíritu nos hace victoriosos sobre el mundo. Cuando tenemos una fe fuerte en la vida
eterna, no vamos a ser engañados por la plata, el placer, o el prestigio. Al contrario, vamos a esperar la vida eterna
como el premio de vivir rectamente. Por
eso, al término del evangelio hoy Jesús llama a los creedores en su
resurrección “dichosos”.
La fe en
la resurrección no es el único regalo del Espíritu Santo visto en el evangelio. Dice también que el Espíritu está conferido a
los apóstoles para perdonar pecados.
Este don, institucionalizado en el Sacramento de la Reconciliación, nos
sirve por tres propósitos considerables.
Primero, nos alivia del castigo de parte de Dios por nuestros
pecados. Ya no tenemos que pagar por
nuestra rebeldía contra el Señor. Más
bien podemos mirar hacia la vida eterna como nuestro destino. Segundo, aliviados
de la culpa, podemos perdonar a nosotros mismos por haber fallado. Algunos no se dan cuenta de esta verdad. Siguen en la vergüenza siempre confesando el
mismo pecado aunque Dios no les ve como culpables. Finalmente, sintiéndose como nueva creatura, podemos
demostrar la misericordia a los demás.
Solemos
pensar que el Espíritu Santo vino cincuenta días después de la resurrección de
Jesús. Esta idea proviene de San Lucas a
quien le gusta ordenar todas cosas. Pero San Juan tiene otro modo de relatar la
historia. Como se atestigua en el
evangelio hoy, Jesús confiere al Espíritu la noche de la resurrección. Nos acompaña a nosotros el mismo Espíritu como
a los apóstoles. El Espíritu nos mueve a
beneficiar a los pobres, a mostrar la misericordia, y a esperar la vida
eterna. En resumen el Espíritu Santo nos
hace victoriosos sobre el mundo.
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