El domingo, 13 de mayo de 2018


LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

(Hechos 1:1-11; Efesios 1:17-23; Marcos 16:15-20)


A lo mejor cuando pensamos en la Ascensión, tenemos en cuenta una imagen desequilibrada.  Sólo vemos a Cristo dejando a nosotros de modo que lo perdamos como guía.  Sin embargo, hay otra parte de la historia de la Ascensión que llama la atención.  Como indica la segunda lectura, hoy es la fiesta de Cristo tomando su puesto a la derecha de Dios Padre.  De allí reinará para siempre en favor de nosotros.  Lejos de ser una pérdida, la Ascensión nos beneficia en al menos tres maneras.  Cada una puede ser asociada con las tareas de la madre la cual festejamos hoy también.  Qué examinemos estas tres maneras para que apreciemos aún más ambas la Ascensión y nuestras madres.

Primero,  Jesús ha abierto un espacio para nuestros cuerpos.  Cualquier cosa el cielo fuera antes de la encarnación, ya tiene dimensiones físicas.  Pues el Hijo ha asumido un cuerpo como nuestro que requiere un espacio.  Cuando se levanta de la muerte y asciende al cielo, sigue la necesidad de colocarse en un lugar físico.  Por eso, en el Evangelio según San Juan Jesús dice que dejará a sus discípulos para prepararles un lugar (Juan 14:2-3).  Pensamos en nuestras madres como las que nos preparan la casa.  Sí, a veces son los padres que preparan la comida y lavan la ropa.  Pero generalmente la madre se encarga de estas tareas. 

Contando con un espacio en el cielo, deberíamos considerar cómo llegaremos a esa dicha.  La redención por Cristo nos hace familia de Dios con el destino de la vida eterna.  Sin embargo, tenemos que realizar este destino con obras de caridad.  Como nuestras madres rezan a Dios que hagamos Su voluntad, así Cristo nos intercede.  Es cierto que no estamos acostumbrados a pensar en Cristo rezando por nosotros como si fuera otro santo.  Pero la Carta a los Hebreos recalca este tema.  Dice que Jesús, el sumo sacerdote eterno, estará intercediendo en favor de nosotros para siempre (Hebreos 7:25).  Reza que el Padre nos envíe al Espíritu Santo para hacer obras buenas.  Sin el Espíritu, seríamos como ladrones siempre calculando cómo aprovecharnos de los demás.  Con el Espíritu estamos capaces del amor abnegado.

En el evangelio Jesús promete a los apóstoles las ayudas necesarias para llevar a cabo su misión.  Proveerá la habilidad de aprender nuevas lenguas, el don de sanar a enfermos, y la resistencia a los malos naturales.  También nos agradecemos a nuestras madres por darnos este tipo de auxilio.  Ellas curaron nuestras heridas cuando regresamos a casa lastimados.  También con su insistencia aprendimos nuestras lecciones de escuela.  Hay una historia de la vida de Barack Obama que muestra la entrega de madres para el bien de la familia.  Cuando vivían en Indonesia, la madre del presidente anterior lo despertaba a las cuatro y media para darle clases extra.  Si se quejó el niño que estaba cansando, la madre insistió en la disciplina.  Dijo: “Esto no es una merienda para mí tampoco”.

Como muchas personas, Barack Obama recuerda a su madre sobre todo por su amor incondicional.  Ella le dio un auto-estima a pesar de los prejuicios de otras personas y de sus propias faltas.   Sin embargo, en cuanto al amor incondicional nuestras madres nos dan sólo una sombra de aquel de Jesús ascendido al cielo.  Pues de allí Jesús ama no sólo a sus discípulos sin condiciones sino al mundo entero.  Es cierto.  Jesucristo ama a todos sin condiciones.


No hay comentarios.: