EL VIGÉSIMO TERCER DOMINGO ORDINARIO
(Isaías
35:4-7; Santiago 2:1-5; Marcos 7:31-37)
¿Quién
es este hombre que traen a Jesús? No se
llama por nombre. A lo mejor no es
judío. Pues vive en una región
griega. Porque es sordo, se puede decir
que nunca ha escuchado la palabra de Dios.
Tampoco ha podido glorificar a Dios adecuadamente porque es
tartamudo. Seguramente está en gran
necesidad. Si no fuera el caso, la gente no le habría llevado a Jesús para
recibir su bendición. ¿Quién es entonces?
¿No es que este hombre sea cada uno de nosotros? Como él no somos judíos. Como él no escuchamos bien la palabra de
Dios; al menos no la obedecemos siempre.
Como él estamos apurados – en nuestro caso por el vertiginoso ritmo de
la vida contemporánea. Y como él nos
dificulta darle a Dios gracias por todo lo que somos y tenemos. Más bien queremos asignar todo el crédito por
nuestros logros sólo a nuestros propios esfuerzos.
Sin
embargo, la verdad es otra. Dios nos ha hablado
y nos ha hecho maravillas. Él nos hizo posible
que escucháramos Su palabra. Ha mandado
a Su hijo, el Señor Jesús, para penetrar nuestra sordez. Todos nosotros hemos
tenido una experiencia de su amor personal.
Un hombre recuerda el tiempo que recibió la diagnosis del médico que su
esposa tenía el cáncer. Dice que fue a
rezar ante el Santísimo. Entonces sintió
un brazo apoyándolo y una voz diciéndole: “No te angustia; todo será
bien”. Así Jesús toma al sordo tartamudo
aparte en el evangelio. Quiere hablar a su corazón.
Con los
dedos en sus oídos Jesús le dice “ábrete”.
Inmediatamente el hombre oye.
También le toca la lengua con saliva, y el hombre comienza a hablar bien. Estas acciones forman partes del rito anciano
del Bautismo. El evangelio está
indicando que por los sacramentos estamos involucrados en una relación personal
con el Señor. Si el Bautismo inicia la
relación, la Confirmación y especialmente la Eucaristía nos la profundizan. La Reconciliación repara la relación con
Jesús cuando la quebremos por el
pecado. La Unción de los Enfermos la
fortalece en los momentos más probadores.
Finalmente con el Matrimonio y la Orden extendemos la relación a otras
personas, sean hijos, asociados, o feligreses.
Ya podemos escuchar su palabra y darle acatamiento a Jesús. Ya podemos hablar abiertamente de la bondad
de Dios para nosotros.
Los
sacramentos son para todos: los pobres tanto como los ricos, las mujeres tanto
como los varones, los analfabetos tanto como los educados. Sí a veces en los templos de los ricos se
usan cálices del oro pero es la misma sangre de Jesús que llevan. En este sentido Dios no discrimina entre la
gente. Por eso, como nos dice Santiago
en la segunda lectura, tampoco deberíamos discriminar contra nadie. Más bien, para agradecer a Dios por toda Su
bondad, queremos ayudar particularmente a aquellos que anden en necesidad. Como nos manda el profeta Isaías, deberíamos
animar a aquellos “de corazón apocado”.
A veces
se llama el cristianismo una de las tres religiones grandes “del libro”. Para fomentar la harmonía religiosa quieren enfatizar
las cosas que el judaísmo, el cristianismo, y el islam tienen en común. El problema es que el Cristianismo no es basado
tanto en un libro como en una persona.
Creemos en Jesucristo como la revelación definitiva de Dios. Él nos ha tocado primero con sus propios
dedos y entonces con sus sacramentos.
Profundamente nos ha tocado.
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