El vigésimo quinto domingo ordinario
(Sabiduría
2:12.17-20; Santiago 3:16-4:3; Marcos 9:30-37)
Cuando era
universitario, siempre tomaba café. Creía
que con la ayuda de la cafeína sacara notas altas. Entonces descubrí pastillas de cafeína que me
dieron el mismo efecto del café pero fue más fácil a tomar. Por los últimos veinte años los estudiantes han
tenido otro remedio para enfocarse en los estudios. Piden a un compañero con el trastorno de
déficit de atención darles pastillas de la farmacéutica Rítalin. Es más efectivo que la cafeína pero tiene
efectos segundarios adversos como cambios en el estado anímico. Ya sucede que algunos padres proporcionan a
sus niños la capacidad de sacar notas buenas por otro ya exótico si no más eficaz. ¡Buscan la materia genética de los genios en
la reproducción de sus hijos! Como
intima Santiago en la segunda lectura, no hay límite de que algunas personas harán
por la ambición egoísta.
Ni
siquiera los discípulos de Jesús evitan la tentación de la ambición egoísta. En el evangelio Jesús lo encuentra
discutiendo quien entre sí sea el más importante. El pecado es doblemente ofensivo a Jesús porque
les acaba de explicar cómo él será maltratado y abusado. Es como si el ministro
hospitalario entrara en el salón de un moribundo proclamando que suerte el
paciente tiene por tenerlo como visitante.
El
problema a la base es que nosotros humanos creemos que ganemos el valor humano con
nuestros propios esfuerzos. No
reconocemos que el valor del hombre proviene primero y ante todo de ser creados
en la imagen de Dios. Jesús les da una
enseñanza profunda sobre el valor humano cuando toma al niño en sus
brazos. Les dice a sus discípulos que aunque
el niño no ha hecho nada para merecer el valor, él tiene tanto valor como Jesús
mismo.
A pesar
de que sea sencilla, esta enseñanza es tan difícil como cualquiera materia en
la universidad. Una de los mejores
teólogos del siglo pasado contó cómo él la había aprendido trabajando con los incapacitados en un asilo. Le pusieron a cuidar a un joven llamada Adán
que no podía hacer nada por sí mismo – ni comer, ni bañarse, ni vestirse. Dijo el teólogo que Adán le había permitido
hacer todas estas cosas sin quejarse.
Aun cuando le lastimó por su tocarlo torpemente, no lo regañó. Acreditó a Adán por enseñarle tres verdades
transcendentes. Primero, lo que importa
en la vida no es el éxito sino el ser creado en la imagen de Dios. Segundo, lo que le hace a la persona imagen
de Dios no es tanto la mente que comprende sino el corazón que suelta la
preocupación con el yo para acoger al otro en el amor. Y tercero, la comunidad es necesaria para
todos no obstante que algunos no lo reconoce como importante.
Dios ha
regalado a cada uno de nosotros con la vida humana patronada de su propio ser. Es la misma vida humana que asumió su propio
hijo Jesucristo. Por eso, Dios nos ama
por lo que somos. No obstante, podemos
realizar la grandeza de la vida humana cuando hacemos un don de nuestras propias
vidas. Cuando nos dedicamos al bien
verdadero del otro, mostramos al mundo que todos tienen este don de la vida
humana y por eso son amados por Dios.
Porque estaremos actuando como Jesús, que se dio su vida completamente,
el don que hacemos de nuestras vidas nos obtendrá el mismo fin que lo de Jesús. Estaremos apremiados con la vida eterna.
Especialmente
en Puerto Rico la gente habla de su “papá Dios”. Evidentemente muchos allá se sienten una
relación íntima con el Creador. La gente
que puede hablar sinceramente así ve a sí mismos como el niño en los brazos de
Jesús. Sí Dios les ama. Sí Dios les ha regalado la vida para que se
les regalen por el bien de los demás.
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