EL VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO ORDINARIO
(Isaías 50:5-9; Santiago
2:14-18; Marcos 8:27-35)
El monseñor
Richard Sklba ha sido un don para la Iglesia Católica. Entrenado como erudito bíblico, se hizo
obispo auxiliar de Milwaukee. A través
de los años ocupaba varios puestos responsables en la Conferencia de los
obispos estadunidenses y en la Asociación bíblica católica de América. Vale la pena ponderar lo que el monseñor
Sklba escribió sobre el evangelio de hoy. “…todos nosotros somos seguidores de
Pedro – dijo -- pues nuestros testimonios de Cristo son muy inmaduros e
imperfectos”.
En el
evangelio Pedro nombra a Jesús correctamente como “el Mesías”. Él reconoce bien que Jesús ha venido para
salvar a Israel. Sin embargo, Pedro
equivoca cuando piensa que Jesús no vaya a sufrir en su obra de la salvación. Nunca le ocurriría a Pedro en esta etapa de
su vida que Jesús sea como el Siervo Doliente en la primera lectura. Eso es, que aguantará golpes y tormentos,
insultos y salivazos para cumplir su objetivo.
Jesús es
el primero para corregir el error de Pedro. Le dice que actúa como Satanás
cuando piensa que no es del Mesías a sufrir.
En tiempo esta enseñanza, que ya le parece incomprensible, se hará más
razonable. Pedro atestiguará a la
resurrección de Jesús después de su muerte en la cruz. Verá cómo su sacrificio no resulta
últimamente en su muerte sino en la vida de la gloria.
Los
líderes de la Iglesia recientemente han experimentado el aprendizaje duro de
Pedro en este evangelio. Como Pedro no
quiere pensar en un Mesías que sufra, algunos obispos no querían que la Iglesia
fuera malpensada. Por eso escondían los
pecados de sacerdotes-abusadores. En
lugar de quitar a los culpables del ministerio los transferían a nuevos
sitios. Sí a veces lo hicieron con la
asesoría de los psicólogos que los culpables eran conscientes y contritos de
sus crímenes. Sin embargo, ignoraron las leyes que requerían el reportaje de
tales crímenes a las autoridades. Más lamentable, preocupados por la reputación
de la Iglesia, los obispos pasaron por alto las necesidades graves de las
víctimas. Les permitieron a sufrir a
solas las memorias de violación y abuso.
Desgraciadamente
la misma cosa tiene lugar con demasiada frecuencia en las familias. Particularmente turbante es el hecho que las
niñas están abusadas por familiares con impunidad. Los abusadores no están corregidos por sus
crímenes. A veces los padres ni siquiera
escuchan a sus hijas mencionar lo que les han hecho un tío o un primo. Dicen que no quieren crear problemas en la
familia. Sin embargo, los problemas
solamente crecen con el silencio. Las víctimas
se sienten cada vez peor acerca de sí mismas y los abusos continúan.
En la
segunda lectura Santiago pregunta: “¿De qué sirve a uno decir que tiene fe, si
no lo demuestra con obras?” Santiago tiene
en cuenta el descuido de los pobres, pero se puede aplicar su interrogante al
abuso sexual. ¿De qué nos sirve creer en
la salvación de Jesús si vamos a permitir el abuso de niños? ¿No es que para probarnos como discípulos
suyos tengamos que llevar a la justicia a los abusadores y socorrer a las
víctimas? Ciertamente estos
interrogantes se aplican a las familias tanto como a la Iglesia.
Nos
cuesta hablar del abuso sexual. Es como
el famoso elefante en el cuarto que nadie quiere mencionar por miedo de suscitar
al animal. Pero a no ser que queramos
vivir continuamente con la amenaza, tenemos que hacer algo. Dios nos ha enviado a Su Hijo para salvarnos
del abuso sexual y otros pecados. Contando
con su justicia tenemos que corregir a los culpables y ayudar a las
víctimas.
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