EL VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO
(Eclesiástico
3:19-21.30-31; Hebreos 12:18-19.22-24; Lucas 14:1.7-14)
Si nos
dirían que una persona comporta como si fuera Dios, no querríamos
conocerla. Pensaríamos que es mandón,
impaciente, y arrogante. La segunda
lectura tiene el mismo sentido. Dice que
la experiencia de Dios en el Antiguo Testamento era realmente espantosa. Era algo devastador como un huracán o un
incendio forestal. Sin embargo, el encuentro con Dios en Jesucristo es bastante
el contrario. No nos espanta sino
realmente nos agrada. Pues Jesús, la faz
de Dios en la tierra, es hombre de la paz y la bondad. En el evangelio Jesús nos avisa cómo llegar
al domicilio de su Padre donde él reside.
Dice que
si queremos conocerlo tenemos que vestirnos de la humildad. En lugar de ocupar los puestos más
adelantados, tenemos que sentarnos al fondo del salón. Allí encontraremos a la gente sencilla que
teme ofender a Dios. El director
jubilado de una fábrica de avión explicó cómo siempre se sentaba con los
trabajadores en el comedor. Dijo que
quería saber sus necesidades, esperanzas e ideas para que haya mejor
cooperación entre la labor y la administración.
Por eso, se puede decir que los modos de Dios no necesariamente limitan
el éxito en el mundo. Más bien pueden
facilitar aún mejor su logro.
Jesús
ofrece en el evangelio otro consejo para alcanzar la vida eterna. Quiere que invitemos a los pobres y
discapacitados a nuestras fiestas. Sin
duda, esta idea nos reta. Invitamos a
nuestra casa a gente cuya compañía disfrutamos.
Pero con extraños nos sintamos nerviosos. ¿Qué diría Jesús de nuestro dilema? No nos regañaría porque queremos entretener a
nuestros amigos, pero nos alentaría a conocer mejor a los necesitados. Podríamos hacer una “casa abierta” donde los
ricos y los pobres pueden mezclarse.
Sería oportunidad para expandir nuestros límites para que nuestro amor
pueda imitar a aquel de Dios Padre. De
hecho, si estamos destinados a vivir en su Reino para siempre, tenemos que
asumir los hábitos de su pueblo.
Desafortunadamente,
muchos han perdido la compunción de conformarse a los modos de Jesucristo. Actúan como si tuvieran la vida eterna como
derecho del nacimiento. Tal vez piensen
en la misericordia de Dios como permiso de mantener odio y desdén. No, la misericordia de Dios se extiende
gratuitamente a los que se arrepientan de sus pecados. Por la gracia Dios siempre nos llama a Sí
mismo. Sin embargo, tenemos que
responder a su llamado con la voluntad para amar a todos y perdonar sus
ofensas.
Los
teólogos enseñan que el orgullo es peor que la lujuria. Ciertamente la lujuria tiene consecuencias
graves como la fornicación, el aborto, y el nacimiento fuera del
matrimonio. Pero es un pecado que surge
del instinto animal. El orgullo es
distinto. Es ver a sí mismo como si
fuera Dios. Con la lujuria fácilmente se
reconoce el pecado y se lo arrepiente.
Con el orgullo muchas veces se quede ciego a la maldad de modo que no se
arrepienta.
Dice la
segunda bienaventuranza: “Dichosos los humildes porque ellos heredarán la
tierra”. En otras palabras, dichosos los
que ocupan los puestos más al fondo del salón.
También, dichosos los que invitan a sus casas los pobres y
discapacitados. Son dichosos porque no
tienen el orgullo que los ciegan a la grandeza de Dios. Ellos no necesariamente heredarán la tierra
bajo sus pies. Pero si heredarán la
tierra nueva, el Reino de Dios.
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