EL VIGÉSIMO TERCER DOMINGO
ORDINARIO, 8 de septiembre de 2019
(Sabiduría
9:13-19; Filemón 9-10.12-17; Lucas 14:25-33)
A todo
el mundo le gusta un desfile. ¿No es la
verdad? Nos gustan la música, la
energía, y toda la ilusión que cree.
Podemos contar con desfiles cuando una nación está preparándose para la
guerra. La gente llena las banquetas
para ver a los soldados marchando en orden perfecto y las armas pulidas
brindando el aire de la invencibilidad.
En el evangelio tenemos la idea que la gente sigue a Jesús como si estuviera
formando un gran desfile. No tienen
trompetas y tambores pero llevan la esperanza de inaugurar un régimen nuevo en
Israel. Pues Jesús está en marcha a Jerusalén donde va a presentarse como el
salvador del pueblo. Pero no tiene en
cuenta la misma forma de la salvación como la muchedumbre. Por eso, se vuelve a sus discípulos con
preguntas perturbadoras.
Jesús
sabe que va a encontrar la oposición en la capital. De hecho, se da cuenta que él tiene que
sufrir a las manos de ambos los judíos y los romanos allá Quiere advertir a sus seguidores de esta
tormenta formándose como un huracán al término del camino. Les pregunta si
pueden aguantar la pena y el dolor que les aguardan. Jesús va a ser aprehendido, torturado, y
crucificado. Los discípulos se
implicarán en la maldad. Uno va a
traicionarlo; otro lo negará y todos lo van a abandonar. ¿Pueden ellos aceptar no sólo la ignominia de
crucifixión de su líder sino también la vergüenza de su propia cobardía?
Encontramos
preguntas semejantes en el mundo hoy. Cristo nos pide que sacrifiquemos la
gratificación continua de los deseos personales por el bien del otro. ¿Estamos listos a poner a nuestras familias,
comunidades, y los pobres antes de la comodidad y placer? Aún más difícil es el la inquietud creada por
el tristísimo escándalo del abuso sexual de niños de parte de los
sacerdotes. ¿Podemos seguir creyendo en
la eficacia de los sacramentos que aun sacerdotes malos hacen?
En
cuanto a la primera pregunta, sí nos cuesta vivir como Cristo por los
demás. Con tantas imágenes en Facebook
glorificando el yo es difícil negar a nosotros mismos cualquier beneficio. Queremos sobresalir, ser reconocidos, aún más
admirados y recompensados. También nos
deja al menos un poco incrédulos la promesa de Jesús: “Los últimos serán los
primeros” en el Reino de Dios. Sin
embargo, porque Jesús resucitó de la muerte, seguimos creyendo que la vida
eterna es también nuestro destino.
Pero es
la segunda pregunta que realmente nos estremece. ¿Qué valor podrían tener los sacramentos
cuando aún los sacerdotes malos los hacen?
En primer lugar hay que reconocer que el valor de los sacramentos no
depende de la santidad del ministro sino la obra salvífica de Jesús. Sí esperamos que los sacerdotes que predican
el evangelio cumplan sus mandatos. Pero
al final de cuentas son sólo funcionarios actualizando las acciones de
Cristo. La verdad es que necesitamos la
gracia de los sacramentos más ahora que nunca con las tentaciones que nos
rodean. Que dos ejemplos sirvan mostrar
este hecho. Con el suicidio asistido ya
permitido en varios países el Sacramento de la Unción nos da la fuerza para
enfrentar la enfermedad con la esperanza.
Con muchas parejas fallando a comprometerse a uno y otro, el Matrimonio
les ofrece el valor para calmar sus dudas y temores.
La
primera lectura hoy nos pregunta: “¿Quién es el hombre que puede conocer los
designios de Dios?” Es la verdad. No
sabemos cómo predecir la ruta de los huracanes y mucho menos de la mente de
Dios. Sin embargo, Dios nos ha ayudado
entender su voluntad. Envió a su propio
hijo por lo cual recibimos el destino de la vida eterna. Es el mismo Jesucristo que nos dejó los
sacramentos para realizarla. Sí Jesús
nos dejó los sacramentos para realizar la vida eterna.
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