El domingo, 29 de septiembre de 2019


EL VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO ORDINARIO

(Amós 6:1.4-7; I Timoteo 6:11-16; Lucas 16:19-31)


Un director de cine acaba de publicar un libro sobre la necesidad de mirar a uno y otro.  Según este hombre mucha gente hoy en día no nos ve en la cara.  Más bien se fijan sus ojos en sus teléfonos donde buscan a “amigos” de Facebook, Twitter, u otro medio social.  En realidad están absorbidos en sí mismos sintiendo la envidia y deseando ser admirados.  Paradójicamente como resultado a menudo se quedan solitarios.  Algo semejante pasa en la parábola del rico y Lázaro que acabamos de escuchar.

El rico evidentemente no ve al mendigo Lázaro yaciendo en la entrada de su casa. Al menos, no le ayuda con nada.  Sin duda, es un hombre ocupado con su riqueza y sus amigos.  No tiene ninguna inclinación a saludar al pobre que se encuentre en  su puerta. Es desafortunado cuando nosotros no reconocemos a otras personas, sean pobres o ricas.  Perdemos la oportunidad de engrandecer nuestra experiencia.  Aun los pobres tienen historias interesantes.  Sin embargo, Jesús no cuenta esta parábola para ilustrar la maravilla que es cada persona humana.  No, su propósito es más básico y más ambicioso.  ¡Quiere salvarnos de la pérdida de la vida eterna!

La primera parte de la parábola es un estudio de contrastes.  Primero, Jesús dice que el rico se viste de telas finas mientras Lázaro es cubierto con llagas.  Sin duda, el tejido de su ropa siente cómoda a la piel del rico.  Entretanto el dolor de las heridas del pobre es multiplicado por los perros lamiendo sus heridas.  Algo semejante pasa con la comida.  El rico se satisface con manjares deliciosos mientras el hambre de Lázaro aumenta por ver las sobras inalcanzables.

Los dos mueren como todos.  Pero según Jesús se le da al rico un entierro a lo mejor con mucha gente presente.  No se dice nada del funeral de Lázaro.  Puede ser que se pone su cadáver en una fosa común con sólo los trabajadores echando una oración. 

Entonces hay un cambio de suertes.  Lázaro queda contento en el seno de Abraham, y el rico está torturado en el lugar del castigo.  Se puede preguntar: “¿Por qué acaban así?”  Pues, no ha dicho Jesús que Lázaro fuera santo o que haya hecho obras buenas.  Igualmente el rico no hace nada malo en la parábola ni lo describe Jesús como hombre corrupto. Sin embargo, tenemos que recordar las Escrituras del Antiguo Testamento. Ellas siempre amonestan a los ricos a ayudar a los necesitados.  En la primera lectura, por ejemplo, Amós condena a los ricos de Israel.  Dice “no se preocupan por las desgracias de sus hermanos”.

Interesantemente, el rico ya muestra preocupación por sus hermanos de sangre.  Pide a Abraham que les mande a Lázaro con la advertencia que sean generosos.  Siente seguro que sería un signo suficiente para cambiar su comportamiento.  Pero Abraham sabe mejor.  Los hermanos no aceptarán signos maravillosos si rechazan las Escrituras.  Pues, los signos no son para verificar las Escrituras sino viceversa.  Aceptamos en la fe las Escrituras que dan testimonio a los milagros. 

Lázaro es la única persona en todas las parábolas del Evangelio de Lucas con nombre.  No se llaman ni al hijo pródigo ni al Buen Samaritano por nombre. Queremos preguntar: ¿Cómo puede ser? Puede ser la manera de las Escrituras para indicarnos algo importante.  Puede ser que sólo los santos del cielo tendrán nombres recordados para siempre.  Sólo los santos en el cielo serán recordados para siempre.

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