DOMINGO DE PENTECOSTÉS
(Hechos
2:1-11; I Corintios 12:3-7.12-13; Juan 20:19-23)
Supongo que es igual
en la mayoría de los idiomas. Cuando se
habla de babel, la gente piensa en la confusión, aun la tontería. El Génesis describe el origen de la palabra. Una vez el mundo entero hablaba el mismo
lenguaje. Entonces los hombres de la ciudad
llamada Babel conspiraron a construir una torre para que lleguen al cielo. Pensaban que el logro los hiciera
famosos. Dios bajó del cielo para ver lo
que estaban haciendo. Cuando observó la
torre, confundió el lenguaje de los hombres de modo que tuvieran que dejar el
proyecto. No se dice específicamente,
pero se puede pensar que Dios sembró la confusión en los hombres por el
amor. Supo que iban a lastimarse si
habrían continuado. De todos modos en la
historia de Pentecostés vemos el proceso en revés.
La lectura de los
Hechos de los Apóstoles cuenta de la venida del Espíritu Santo a los
discípulos. Desciende con el ruido de miles de aves aleteando sobre un
espacio. Entonces aparece sobre los
discípulos en forma de lenguas de fuego.
El Espíritu está capacitando a los discípulos a proclamar al mundo el
amor de Dios en Jesucristo. La maravilla
es que todos los extranjeros presentes entienden a los proclamadores en sus
propios idiomas. Es como si el hombre ha
aprovechado el poder del fuego por la segunda vez.
En la segunda lectura
San Pablo cuenta del resultado de la venida del Espíritu. La gente forma la Iglesia, que él llama “el
Cuerpo de Cristo” en el mundo presente.
Los hombres y mujeres vienen de diferentes naciones, razas, y clases
sociales. No importan sus orígenes sino
su bautismo. Todos han sido inundados
con el mismo Espíritu del amor. Ya ellos
también pueden salir al mundo para anunciar el amor de Dios. Sin embargo, no será misión individual sino
comunal. Algunos salen en el camino. Otros rezan por su éxito. Todavía otros trabajan para apoyar el
proyecto.
El evangelio subraya
un tema céntrico de la misión. Con el don del Espíritu Jesús otorga a sus
discípulos la autoridad para perdonar pecados. Sin el perdón el amor sería como algodón de
azúcar; eso es, toda dulzura y poca substancia. Porque el perdón nos exige a dejar atrás el
odio y el rencor, nos cuesta mucho. El
Señor está diciendo que cuando perdonamos, Dios nos apoya. Ciertamente el entendimiento tradicional que
la Iglesia ha dado este pasaje tiene valor.
Los obispos y sacerdotes reciben el poder de liberar a los pecadores de
sus deudas. Pero vale aceptar la frase
también como la voluntad de Dios que perdonemos al uno y otro.
Vemos la necesidad de
perdonar en los sucesos recientes. La
pandemia ha mostrado la fragilidad del mundo.
Aun las naciones más avanzadas no podían proteger a sus poblaciones del
virus. Miramos como un portaaviones estadounidense
estuvo casi discapacitado por el virus entre su tripulación. Deberíamos entender el virus como una
advertencia de Dios al mundo. Quiere que
detengamos la búsqueda insistente para elevar el yo con más poder, plata, y
placer. En lugar de edificar el yo, Dios
quiere que todos los pueblos se hagan más como una gran comunidad. Eso es, que veamos a uno y otro más como compañeros
que amenazas. Con todas las enemistades
que existen, para cumplir esta tarea tenemos que ser dispuesto a perdonar.
La pandemia nos ha
enseñado mucho. Los científicos saben
más del originen y la contención de los virus.
Los gobiernos han aprendido cómo controlar una crisis. La gente está más consciente del saneamiento. Todo este conocimiento ha tenido un costo muy
alto. Pero valdría la pena si se añade
una enseñanza más. Valdría si al final
el mundo se hace dispuesto a perdonar los pecados del uno y otro.
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