EL SEXTO DOMINGO ORDINARIO
(Levítico
13:1-2.44-46; I Corintios 10:31-11:1: Marcos 1:40-45)
Anticipamos
problemas con la imposición de cenizas este miércoles. A lo mejor algunos reaccionarán con el modo
en que la hacemos. Por el Covid, nosotros
ministros hemos sido instruidos que no hagamos una cruz con cenizas en la
frente. En lugar del modo convencional,
los obispos quieren que salpiquemos las cenizas sobre la cabeza. Dirán los descontentos que no quieren ser privados
de una costumbre antigua. Reclamarán que
les gusta demostrar su fe a todos por una cruz.
Sin
embargo, los cristianos han demostrado su fe desde la antigüedad en otra
manera. Hay documentos históricos
exhortando que los fieles practiquen su fe con actos de caridad. Los verdaderos seguidores de Jesús escuchan y
ayudan a los necesitados como si fueran él.
La santa Madre Teresa lo tenía correcto cuando dijo que los pobres son
“Jesús en disfrace”.
Las
cenizas, formadas en una cruz en nuestra frente o salpicadas en nuestro pelo,
indican otra cosa. Dicen al mundo que
somos pecadores. Recordamos que uno de
los dichos acompañando la imposición de cenizas es: “Arrepiéntete y crea en el
evangelio”. Hemos de arrepentirnos de
nuestros pecados todos los días y particularmente durante los días de
Cuaresma. Las cenizas son como la letra
escarlata “A” que una mujer lleva en su vestido en una famosa novela
norteamericana. Tiene lugar en una
colonia puritana de Nueva Inglaterra hace 350 años. Porque cometió adulterio, la mujer es
obligada a reconocer su pecado a todos.
A lo mejor nuestros pecados no son tan graves como el adulterio, pero ofenden
a Dios y socavan la misión de la iglesia a evangelizar. Es sólo justo que los reconozcamos y
compensemos.
Sin
embargo, tratando tanto como podamos, se ha probado imposible compensar a Dios
por nuestros pecados. De hecho, seguimos
deseando cosas perniciosas, sean vanidades que engríen el alma, placeres que
miman el cuerpo, u odios que envenenan el espíritu. Solo Jesucristo, obediente
a Dios desde el principio, puede hacer lo requerido para la salvación. Por eso, tenemos que recurrir a él como el
leproso en el evangelio.
El leproso
no exige nada a Jesús. Le dice: “’Sí tú
quieres, puedes curarme’”. Él sabe que
está en una situación lamentable y solo Jesús puede salvarlo. Según la primera lectura, tiene que anunciar
a donde vaya, “¡Soy impuro!” Así deberíamos reconocer nuestra condición. Esto es el propósito de acudir al templo este
miércoles. Por recibir las cenizas,
decimos al mundo: “¡Soy impuro!”
Podemos
contar con Jesús para purificarnos. Es
Dios que vino al mundo para apoyarnos en nuestro apuro. Dice a nosotros tanto
como al leproso: “’Sí, quiero: ¡Sana!’” Porque es Dios, justamente sus palabras
logran lo que significan. A nosotros hoy
en día nos dice estas palabras por el Sacramento de Reconciliación.
Deberíamos
sentir el alivio inmediatamente.
Nuestros pecados no más van a arruinarnos. Sin embargo, a Jesús le costará mucho. Sufrirá el suplicio de la cruz por nuestros
pecados. Vemos un ensayo de este
sufrimiento en este pasaje. Dice que el
leproso curado “comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar
abiertamente en la ciudad, …” Antes era
el leproso que no podía entrar a ningún pueblo abiertamente. Ahora es Jesús cuyo movimiento es restringido. Como con nuestros pecados, Jesús toma la
carga del leproso en sus propios hombros.
El
miércoles comienza la temporada de Cuaresma.
Emprenderemos un peregrinaje no solos ni solamente con los fieles dentro
de la iglesia. Más bien marchamos con
Jesús mismo. Está para apoyarnos en
nuestro empeño de mostrar nuestro amor a Dios Padre. Esto hacemos en tres modos. Nos privamos de
algunos bienes para mostrar que somos arrepentidos de nuestros pecados. Ayudamos a los pobres que son los amigos
especiales de Dios. Y le contamos de
nuestro afecto en la oración.
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