El domingo, 14 de febrero de 2021

 EL SEXTO DOMINGO ORDINARIO

(Levítico 13:1-2.44-46; I Corintios 10:31-11:1: Marcos 1:40-45)

Anticipamos problemas con la imposición de cenizas este miércoles.  A lo mejor algunos reaccionarán con el modo en que la hacemos.  Por el Covid, nosotros ministros hemos sido instruidos que no hagamos una cruz con cenizas en la frente.  En lugar del modo convencional, los obispos quieren que salpiquemos las cenizas sobre la cabeza.  Dirán los descontentos que no quieren ser privados de una costumbre antigua.  Reclamarán que les gusta demostrar su fe a todos por una cruz.

Sin embargo, los cristianos han demostrado su fe desde la antigüedad en otra manera.  Hay documentos históricos exhortando que los fieles practiquen su fe con actos de caridad.  Los verdaderos seguidores de Jesús escuchan y ayudan a los necesitados como si fueran él.  La santa Madre Teresa lo tenía correcto cuando dijo que los pobres son “Jesús en disfrace”. 

Las cenizas, formadas en una cruz en nuestra frente o salpicadas en nuestro pelo, indican otra cosa.  Dicen al mundo que somos pecadores.  Recordamos que uno de los dichos acompañando la imposición de cenizas es: “Arrepiéntete y crea en el evangelio”.  Hemos de arrepentirnos de nuestros pecados todos los días y particularmente durante los días de Cuaresma.  Las cenizas son como la letra escarlata “A” que una mujer lleva en su vestido en una famosa novela norteamericana.  Tiene lugar en una colonia puritana de Nueva Inglaterra hace 350 años.  Porque cometió adulterio, la mujer es obligada a reconocer su pecado a todos.  A lo mejor nuestros pecados no son tan graves como el adulterio, pero ofenden a Dios y socavan la misión de la iglesia a evangelizar.  Es sólo justo que los reconozcamos y compensemos.

Sin embargo, tratando tanto como podamos, se ha probado imposible compensar a Dios por nuestros pecados.  De hecho, seguimos deseando cosas perniciosas, sean vanidades que engríen el alma, placeres que miman el cuerpo, u odios que envenenan el espíritu. Solo Jesucristo, obediente a Dios desde el principio, puede hacer lo requerido para la salvación.  Por eso, tenemos que recurrir a él como el leproso en el evangelio. 

El leproso no exige nada a Jesús.  Le dice: “’Sí tú quieres, puedes curarme’”.  Él sabe que está en una situación lamentable y solo Jesús puede salvarlo.  Según la primera lectura, tiene que anunciar a donde vaya, “¡Soy impuro!” Así deberíamos reconocer nuestra condición.  Esto es el propósito de acudir al templo este miércoles.  Por recibir las cenizas, decimos al mundo: “¡Soy impuro!”

Podemos contar con Jesús para purificarnos.  Es Dios que vino al mundo para apoyarnos en nuestro apuro. Dice a nosotros tanto como al leproso: “’Sí, quiero: ¡Sana!’” Porque es Dios, justamente sus palabras logran lo que significan.  A nosotros hoy en día nos dice estas palabras por el Sacramento de Reconciliación. 

Deberíamos sentir el alivio inmediatamente.  Nuestros pecados no más van a arruinarnos.  Sin embargo, a Jesús le costará mucho.  Sufrirá el suplicio de la cruz por nuestros pecados.  Vemos un ensayo de este sufrimiento en este pasaje.  Dice que el leproso curado “comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, …”  Antes era el leproso que no podía entrar a ningún pueblo abiertamente.  Ahora es Jesús cuyo movimiento es restringido.  Como con nuestros pecados, Jesús toma la carga del leproso en sus propios hombros.

El miércoles comienza la temporada de Cuaresma.  Emprenderemos un peregrinaje no solos ni solamente con los fieles dentro de la iglesia.  Más bien marchamos con Jesús mismo.  Está para apoyarnos en nuestro empeño de mostrar nuestro amor a Dios Padre.  Esto hacemos en tres modos. Nos privamos de algunos bienes para mostrar que somos arrepentidos de nuestros pecados.  Ayudamos a los pobres que son los amigos especiales de Dios.  Y le contamos de nuestro afecto en la oración.  

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