Primer Domingo de Cuaresma
(Deuteronomio
26:4-10; Romanos 10:8-13; Lucas 4:1-13)
Pocos hijos de los grandes
personajes de la historia fueron tan cumplidos como sus padres. Alejandro Magno sobrepasó las hazañas de su
padre Felipe de Macedonia. Pero los
hijos de Lincoln no tuvieron su sabiduría política. Ni los hijos de Pele o Mardones podían duplicar
la destreza atlética de sus padres. En el evangelio hoy el diablo llama a Jesús
“Hijo de Dios”. Solo repite lo que Dios mismo
dijo de Jesús en su Bautismo. ¿Qué
quiere decir ser “Hijo de Dios”?
Aprendemos su significado en el drama de las tentaciones en el desierto. También aprendemos de cómo vivir nosotros
como hijos e hijas de Dios.
La primera tentación es
el deseo de satisfacer el hambre. Jesús debe
tener apetito voraz después de cuarenta días de ayuno. El diablo le reta que satisfaga el hambre por
pan convertido de una piedra. Ciertamente el “Hijo de Dios” puede hacer tal
conversión. Pero, sabiendo quien es el que
le invita a comer, Jesús rechaza la oferta.
El “Hijo de Dios” vive por la palabra de Dios, no del diablo.
Por nuestro Bautismo
nos hemos hechos miembros de la familia de Dios. Entre otras cosas la membresía significa vivimos
más para cumplir la voluntad de nuestro Padre que para satisfacer nuestros
apetitos. Por eso procuramos a
disciplinar nuestros deseos durante la Cuaresma. Ayunamos de comidas para que nuestras
apetencias no nos dominen. La Iglesia
requiere que frenemos de la carne de animales terrestres en los viernes de Cuaresma. Sería provechoso que abstengamos también de
otras comidas y bebidas predilectas.
Acabamos de ver un
caso enorme del deseo de poder. Ninguna
persona de buena voluntad puede justificar la invasión de Ucrania. Pero tenemos que recordar que tal deseo
existe en cada uno de nosotros en modo minúsculo. Cada uno de nosotros quiere imponer su
voluntad sobre los demás. Queremos que
los demás escuchen nuestras historias y vean nuestros programas de la
tele. La voluntad de dominar los pueblos
del mundo comprende la segunda tentación de Jesús. Según el diablo, como el “Hijo de Dios” todo
el mundo debería postrarse delante de Jesús en sometimiento. Sin embargo, su propuesta no llama la
atención de Jesús. Sabe que el poder conjurado
por el diablo seguramente lo corrompería. Aún más importante, el “Hijo de Dios” no viene
para ser servido sino para servir.
Finalmente, el diablo
tienta a Jesús con la vanidad. Si es el
“Hijo de Dios”, ¿no puede presumir que el Padre lo rescataría cuando se encuentre
en situación precaria? Para verificar su
relación con Dios, el diablo reta a Jesús que se arroje de la cima del Templo. Sin
embargo, Jesús sabe que por ponerse a riesgo así no estaría confiando en su
Padre sino tentándolo. Es una tentación
a que la gente hoy en día es susceptible.
Muchos piensan que son hijos de Dios por su mera existencia como
personas humanas. Y porque son hijos,
pueden hacer lo que quiera sin preocuparse de las consecuencias. Esto es una noción equivocada de la bondad de
Dios. Aunque somos sus hijos, debemos
pedirle la ayuda con la oración.
Igualmente necesario es que cumplamos su ley. La religión sin el amor a Dios y al prójimo
es pura vanidad.
Un predicador laico
emprendió una campaña para la Cuaresma.
Su lema era: “No dejes de comer el chocolate para la Cuaresma”. No es que tuviera una tienda de tableta de
chocolate. Más bien, quería que la gente
tuviera una Cuaresma transformadora.
¿Qué podemos hacer para transformarnos en hijos e hijas de Dios? ¿Silenciar la radio para hablar a Dios en el
coche? ¿Tomar cena con toda la familia
presente al menos tres veces cada semana?
¿Visitar a conocidas que ya viven en asilos de ancianos cada domingo de
la temporada? No hay limite a las
posibilidades. La cosa es que nos
transformemos durante este tiempo bendito.