VIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO, 14 de agosto de 2022
(Jeremías 38:4-6.8-10; Hebreos 12:1-4; Lucas 12:49-53)
A todos excepto los más brutos de gentes les gusta pensar en
Jesús como “el príncipe de la paz”. Este
término se encuentra en el libro del profeta Isaías para describir el rey
futuro que conquistará todos los enemigos de Israel. Se acuerda bien con Jesús no porque Jesús es jefe
militar sino porque ha conquistado el pecado.
Por eso, nos quedamos asombrados cuando lo escuchamos decir en el
evangelio hoy: “No he venido para traer la paz sino la división”.
Jesús dice que no solo traerá división sino también el
fuego. Ciertamente está hablando
simbólicamente aquí. No quiere emprender
incendios sino instituir el amor lo cual a menudo es asociado con fuego. Más precisamente, está hablando del amor del
Espíritu Santo. Este amor no busca en
primer lugar su propio bien sino el bien del otro. Igualmente importante, el amor del Espíritu
no intenta a satisfacer todo deseo del amado sino quiere facilitar su bien
verdadero. ¿No diríamos que el amor de una madre para su bebé es defectivo si
le da de comer solo chocolates? El amor
debe dirigirse siempre a la unión del amado con Dios, el bien supremo.
Jesús dice también que anticipa recibir un bautismo. Desde que fue bautizado antes de empezar su
ministerio, este bautismo es de otro género.
Originalmente el bautismo significaba una inmersión o hundimiento. Se
puede decir que la persona abrumada por el dolor ha recibido un bautismo de
sufrimiento. Esto es lo que se entiende
acá. Jesús recibirá un bautismo de sufrimiento
cuando muera en la cruz y un bautismo de vida cuando resucite de entre los
muertos. Fuimos bautizados en estas inmersiones
de sufrimiento y de cuando nos trajimos a la pila. Jesús aguarda con grande anticipación este
bautismo de muerte y de vida para compartir sus beneficios con nosotros. No le importa el dolor que lo acompaña porque
nos ama tanto.
Cómo Jesús va a traer división debería ser entendible
ahora. Él se ha hecho la persona más
significativa en la historia. Cada
persona humana tiene que escoger o por él o contra él. Es verdad que para la mayoría de los
habitantes de la tierra como los chinos, los hindúes, y los musulmanes esta
elección no es tanto como un voto para un hombre singular sino por el verdadero
amor que él representa. Este amor, el
amor del Espíritu Santo, es más que sentimientos tiernos. Tiene ramificaciones en los modos
vivimos. Cuando estamos con otros tipos
de personas, ¿los respetamos como imágenes de Dios? Cuando estamos solos, ¿refrenamos los deseos
de lujuria o de venganza que rompen una vida sana? Cuando estamos para votar, ¿consideramos la
posición de los candidatos sobre cuestiones cruciales como el aborto y la
eutanasia?
En la primera lectura se puede ver a Jeremías como un tipo
de Jesús. Como Jesús, él predica el amor
de Dios para su pueblo. Pero, otra vez
como Jesús, habla de un amor que quiere el verdadero bien no solo la
euforia. Sabe que Dios está corrigiendo
a Israel por su infidelidad. Por eso, no
concuerda con los jefes del pueblo que quieren que él aliente a la gente que
resista a Babilonia. Su tiempo en el
pozo prefigura el exilio que aguantará Israel en Babilonia. El pueblo tiene que sufrir para que sea
renovado en su fe.
La lectura de la Carta a los Hebreos hace hincapié en la
fe. Exhorta al pueblo que mantenga la fe
en Jesucristo como su redentor. El autor
no quiere que regresen a las sinagogas de sus parientes. Más bien quiere recordarles ponerse al lado
de Jesús resultará en un premio eterno.
En el evangelio según San Juan Jesús dice que la paz que él
nos da no es la paz de este mundo.
Quiere decir que su paz no es la euforia del cese de hostilidades. No, su paz llega más al fondo. Su paz es la división permanente entre
nosotros y el pecado. Es la vida unida
con Dios, el bien supremo.
Para la reflexión: Explique cómo puede ser Jesús a la misma
vez el “príncipe de la paz” y la causa de la división.
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