TERCER DOMINGO DE ADVIENTO
(Isaías
35:1-6.10; Santiago 5:7-10; Mateo 11:2-11)
Deberíamos
aprovecharnos de esta oportunidad en medio de ambas la competición de la Copa
Mundial y la temporada de Adviento para hacernos una pregunta. Será la misma pregunta que los discípulos de
Juan el Bautista proponen a Jesús en el evangelio hoy: “¿Eres tú el que ha de
venir o tenemos que esperar a otro?” Es
decir, ¿es Jesús el que esperamos o deberíamos mirar al otro para cumplir
nuestros deseos más hondos?
Por
supuesto, la respuesta tiene que ver con lo que buscamos en la vida. Algunos anhelan no mucho más que la emoción
que se tiene cuando la selección de su nación gana el campeonato. Es posible que Jesús fuese un atleta dotado,
pero en ningún versículo de los evangelios se dice que ganó a nadie en
deportes. Aquellos de nosotros que
desean la Copa Mundial tendrán que esperar a otro.
En el
primer siglo muchos judíos esperaban la venida de un mesías político que podía
entregar a su pueblo del predominio romano.
Es posible que Juan pensara así.
De todos modos, hoy día muchos quieren a un líder político que pueda
reformar a la sociedad en el modo que les conviene. Los tipos liberales querrían a un mandatorio
que defienda los llamados “derechos procreativos” y los derechos migratorios. Asimismo, los conservadores tendrían a un
líder que mantenga intacta la cultura tradicional. Sin embargo, personas con este género de
esperanza serán desilusionados con Jesús.
Él severamente rechazó la idea que fuera mesías político.
Aún otros
ven la salvación en la persona que pueda satisfacer todas sus necesidades
íntimas. Quieren a un rico o una rica
con buena apariencia y finas sensibilidades.
Jesús tampoco cumplirá este esquema porque su misión es para el mundo
entero.
Jesús no
cumple ninguno de estos afanes. Ha
venido, como él declara a los discípulos de Juan, para que los ciegos vean y
los cojos anden, para que los muertos resuciten y los pobres reciban la buena
noticia. Entonces, no viene para los de
la clase media o los sanos, gente como la mayoría de nosotros, es cierto ¿no?
No es. Hay una estadística, ciertamente
verdadera, que dio un psicólogo famoso: “Uno de cada uno de nosotros está
sufriendo.” Uno de cada uno de nosotros
se ha sentido abandonado, agotado, o herido, en una ocasión u otra con repercusiones
que persisten hasta ahora. En verdad
Jesús ha venido para cuidar a todos nosotros.
¿No es que
somos ciegos espiritualmente cuando pensamos si Dios existe, Él perdonará todos
mis pecados confesados o no? Una mirada al evangelio abrirá nuestros ojos. En ello Jesús nos muestra no solo que Dios
existe sino también que tiene tanto amor para nosotros que siempre queramos a
complacerlo. Deberíamos confesar todos
nuestros pecados y confiar en su misericordia. ¿No es que somos sordos
espiritualmente cuando no queremos escuchar las penas y tristezas de otras
personas? Otra vez el evangelio presenta a Jesús recibiendo a todos en su
compañía y pidiendo que hagamos lo mismo.
¿No es que somos muertos espiritualmente cuando siempre busquemos el
placer propio y no lo bueno, lo verdadero y lo eterno? Un hombre pasaba muchos fines de semana del
otoño cazando. Le gustaba sentarse en un
escondido aguardando un venado. Un
sábado el hombre estaba en el campo con su rifle. Se le ocurrió que su vida faltaba algo
necesario: una relación con el que creó la tierra y todo lo que tiene. El cazador se paró y regresó a su parroquia
para confesarse. Ahora vive feliz como
laico comprometido.
Este hombre junto con todos nosotros espera el regreso del Señor Jesús. Que no dudemos que llegará porque lo ha prometido. Como dice Santiago en la segunda lectura, necesitamos a esperar con la paciencia de labradores aguardando la cosecha. Entretanto, es de nosotros preparar la tierra para el Reino de Dios. Quebramos los terrones con oración y sembramos las semillas de bondad y amor. Entre todos sembramos semillas de bondad y amor.
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