CUARTO DOMINGO ORDINARIO
(Sofonías
2,3.3,12-13; I Corintios 1,26-31; Mateo 5, 1-12ª)
Poca gente
quiere ser santos. La mayoría piensan en
la santidad como aburrida. Dicen que preferirían
ser alegres y aventureros como si no hubiera santos muy alegres y bastantes
aventureros. Una cosa segura es que
Jesús ha enseñado que no se puede entrar en el Reino de Dios sin ser
santo. Ha llamado a todo el mundo a la
santidad. Por eso, un famoso autor
católico una vez dijo: “La única tragedia en la vida es no llegar a ser
santo”.
Las
bienaventuranzas del evangelio hoy sirven como una descripción de la
santidad. Se ponen en el principio de
Sermón en el Monte para indicar la meta de la moralidad cristiana. Los santos son “pobres de espíritu”. “Lloran” por sus pecados y los pecados de
otros. Son también “sufridos”, humildes,
o mansos, depende de la traducción de nuestra Biblia. Estas primeras tres bienaventuranzas muestran
que la santidad se arraiga en la humildad.
En contra del nuestro modo de pensar, la pobreza de espíritu no es
faltar la autoestima. Más bien, es
reconocer a nosotros mismos como hijos e hijas de Dios, el Padre, siempre
confidentes en su protección. Una vez un
misionero visitó a una aldea en las montañas de Honduras. Porque era el día después de Navidad, les
preguntó a los niños de los campesinos acerca de sus presentes navideños. Cada uno respondió que su presente fue un
regalo para el niño Jesús, no de lo que recibió de Santa Claus. Contaron cómo iban a rezar más a Jesús o a atender
con más empeño a sus tareas caseras. Esto
es la verdadera "pobreza de espíritu".
San Agustín
reconoció la importancia primordial de la humildad cuando escribió: “Si me
preguntaran cuales son los caminos de Dios, les diría que el primero es la
humildad, el segundo es la humildad, y el tercero es la humildad”. En otras palabras, si no cultivamos la
humildad, somos perdidos. San Pablo se
pondría de acuerdo. En la segunda lectura él exalta la humildad como la
estrategia de Dios para salvar al mundo.
Dice que Dios no escogió a los ricos y cultos sino a los débiles para
mostrar el poder de la cruz de Cristo.
Además de
ganar la vida eterna con la humildad, podemos dar otros motivos para humillarnos. Lo más significativo es que estamos imitando
a Jesús. Como Pablo escribe a los
Filipenses el Hijo de Dios se despojó de la divinidad para asumir la condición
humana. También la humildad fomenta la
cooperación entre personas. En un
discurso famoso de un drama de Shakespeare, el rey Enrique V de Inglaterra ganó
el apoyo de sus tropas por hablarles con la humildad. Eran muy inferiores del enemigo en número,
pero por haberles llamado sus “hermanos”, ellos prevalieron. Finalmente, queremos ser humildes porque es
muy posible que la otra persona es más cumplida que nosotros. Todos hemos tenido la experiencia de juzgar
mal la capacidad de otra persona posiblemente causándonos vergüenza y a la otra
persona insulto.
Una de las
pasiones más formidables nos hace resistir ser humildes. Por el orgullo nos encanta pensar en nosotros
mismos como más bonitas, inteligentes, o fuertes que los demás. Es el trabajo del diablo que nos consideramos
a nosotros como entre los mejores sin necesidad del apoyo de otra persona. Si el diablo es exitoso en esta empresa,
quedaríamos aislados, engañados e inclinados a hacer algo atroz.
Entonces ¿cómo
podemos evitar el orgullo y llegar a la santidad? Primero, como dice San Pablo en la misma
Carta a los Filipenses, consideremos a los demás como superiores a nosotros
mismos. De hecho, en un aspecto u otra,
son. Segundo, seamos dispuestos a
perdonar las faltas de otras personas.
Más allá en el elenco de bienaventuranzas, Jesús resalta la
misericordia. Esta disposición nos
permite asumir los sentimientos de los demás de modo que sea más probable que
los perdonemos. Finalmente, la humildad,
tan desafiante en este mundo penetrado con Facebook and Instagram, requiere la
oración. Tenemos que rezar todos los
días: “Hazme humilde como tú, Señor”.
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