El domingo, 29 de enero de 2023

 CUARTO DOMINGO ORDINARIO

(Sofonías 2,3.3,12-13; I Corintios 1,26-31; Mateo 5, 1-12ª)

Poca gente quiere ser santos.  La mayoría piensan en la santidad como aburrida.  Dicen que preferirían ser alegres y aventureros como si no hubiera santos muy alegres y bastantes aventureros.  Una cosa segura es que Jesús ha enseñado que no se puede entrar en el Reino de Dios sin ser santo.  Ha llamado a todo el mundo a la santidad.  Por eso, un famoso autor católico una vez dijo: “La única tragedia en la vida es no llegar a ser santo”. 

Las bienaventuranzas del evangelio hoy sirven como una descripción de la santidad.  Se ponen en el principio de Sermón en el Monte para indicar la meta de la moralidad cristiana.  Los santos son “pobres de espíritu”.  “Lloran” por sus pecados y los pecados de otros.  Son también “sufridos”, humildes, o mansos, depende de la traducción de nuestra Biblia.  Estas primeras tres bienaventuranzas muestran que la santidad se arraiga en la humildad.  En contra del nuestro modo de pensar, la pobreza de espíritu no es faltar la autoestima.  Más bien, es reconocer a nosotros mismos como hijos e hijas de Dios, el Padre, siempre confidentes en su protección.  Una vez un misionero visitó a una aldea en las montañas de Honduras.  Porque era el día después de Navidad, les preguntó a los niños de los campesinos acerca de sus presentes navideños.  Cada uno respondió que su presente fue un regalo para el niño Jesús, no de lo que recibió de Santa Claus.  Contaron cómo iban a rezar más a Jesús o a atender con más empeño a sus tareas caseras.  Esto es la verdadera "pobreza de espíritu".

San Agustín reconoció la importancia primordial de la humildad cuando escribió: “Si me preguntaran cuales son los caminos de Dios, les diría que el primero es la humildad, el segundo es la humildad, y el tercero es la humildad”.  En otras palabras, si no cultivamos la humildad, somos perdidos.  San Pablo se pondría de acuerdo. En la segunda lectura él exalta la humildad como la estrategia de Dios para salvar al mundo.  Dice que Dios no escogió a los ricos y cultos sino a los débiles para mostrar el poder de la cruz de Cristo. 

Además de ganar la vida eterna con la humildad, podemos dar otros motivos para humillarnos.  Lo más significativo es que estamos imitando a Jesús.  Como Pablo escribe a los Filipenses el Hijo de Dios se despojó de la divinidad para asumir la condición humana.  También la humildad fomenta la cooperación entre personas.  En un discurso famoso de un drama de Shakespeare, el rey Enrique V de Inglaterra ganó el apoyo de sus tropas por hablarles con la humildad.  Eran muy inferiores del enemigo en número, pero por haberles llamado sus “hermanos”, ellos prevalieron.  Finalmente, queremos ser humildes porque es muy posible que la otra persona es más cumplida que nosotros.  Todos hemos tenido la experiencia de juzgar mal la capacidad de otra persona posiblemente causándonos vergüenza y a la otra persona insulto. 

Una de las pasiones más formidables nos hace resistir ser humildes.  Por el orgullo nos encanta pensar en nosotros mismos como más bonitas, inteligentes, o fuertes que los demás.  Es el trabajo del diablo que nos consideramos a nosotros como entre los mejores sin necesidad del apoyo de otra persona.  Si el diablo es exitoso en esta empresa, quedaríamos aislados, engañados e inclinados a hacer algo atroz.

Entonces ¿cómo podemos evitar el orgullo y llegar a la santidad?  Primero, como dice San Pablo en la misma Carta a los Filipenses, consideremos a los demás como superiores a nosotros mismos.  De hecho, en un aspecto u otra, son.  Segundo, seamos dispuestos a perdonar las faltas de otras personas.  Más allá en el elenco de bienaventuranzas, Jesús resalta la misericordia.  Esta disposición nos permite asumir los sentimientos de los demás de modo que sea más probable que los perdonemos.  Finalmente, la humildad, tan desafiante en este mundo penetrado con Facebook and Instagram, requiere la oración.  Tenemos que rezar todos los días: “Hazme humilde como tú, Señor”.

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