El domingo, 15 de enero de 2023

 SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO, 15 de enero de 2023

(Isaías 49:3.5-6; I Corintios 3:1-3; Juan 1:29-34)

Una vez se le preguntó a uno de los mejores abogados de juicio en su ciudad así: ¿Qué es lo más importante para ganar un caso de corte? ¿Es un juez justo?  ¿Es un jurado simpático?  ¿Es un equipo de apoyo bueno?  El abogado sin demora respondió.  “No, lo más importante para ganar un caso de corte es un testigo creíble”. En el evangelio hoy encontramos tal testigo en el caso de Jesús.

Juan es hombre de convicción.  No vacila de modo que su respuesta un día es esto y el día siguiente es eso.  Tampoco a Juan no le importa nada menos la verdad.  Vive de langostas y miel silvestre de modo que no se le pueda sobornar con cualquiera cosa material.  Ni le trata a complacer a la gente sino solo al Señor.  Reconoce su tarea como preparar a Israel para la venida del elegido del Señor.

En cuanto ve a Jesús en el evangelio hoy, Juan atestigua que él es el elegido, “el Cordero de Dios…”  Significa que Jesús va a entregarse a la muerte como un sacrificio para quitar el pecado que infecta al mundo.  Dice que Jesús tiene al Espíritu Santo que le hace el Hijo de Dios.  Jesús nos imparte el mismo Espíritu a nosotros en el Bautismo.  Tenemos este Espíritu para que cumplamos la voluntad de Dios.

Acabamos de perder a uno de los grandes testigos de nuestros tiempos.  El papa Benedicto XVI como Juan vivió para dar testimonio a Jesucristo.  Benedicto era hombre de la verdad.  No buscaba la opinión favorable de la prensa o de los políticos.  En una declaración famosa él criticó la “teología de liberación”, que fue la moda en teología en el último cuarto del siglo pasado.  Entonces era el encargado del departamento vaticano de asuntos de la fe.  El entonces Cardinal Ratzinger no condenó la teología de liberación sino advirtió a los adherentes que, si profesaban solo la liberación de la opresión social y no la del pecado personal, no serían fieles al evangelio. 

También Benedicto era persona de humildad.  A medida que estaba debilitándose, él no se aferró el papado.  Aunque tenía la atención del mundo, renunció el oficio cuando se le dio cuenta de que no podía llevar a cabo bien sus responsabilidades. 

Porque vino de Alemania luego de muchos años de estudio riguroso, la personalidad de Benedicto era reservada.  Pero no era hombre frío y mucho menos despiadado como a veces lo retrataron. Un sacerdote le recuerda cuando vino a Nueva York.  Dice el cura que la fila de huéspedes estuvo larga, pero a él y presuntamente a cada uno de los huéspedes, Benedicto les extendió la mano y los miró en los ojos.  Esta observación confirma lo que dijo su biógrafo sobre sus modalidades. Al esperar de verlo en su primera visita, le vino el Cardinal Ratzinger personalmente y extendió su mano en manera amistosa.

Más que antes, nos hace falta testimonio como lo del papa Benedicto.  De hecho, es necesario que todos nosotros participantes en la misa dominical demos testimonio a Jesucristo.  El mundo está perdiendo su buen sentido en una inundación de preocupación excesiva del yo.  El secularismo ha eliminado referencia a Dios como autoridad fuera de la persona que requiere atención.  El individualismo ha facilitado tragedias como el rompimiento de la familia nuclear.  Y el relativismo ha producido contradicciones como el cambio del género y el matrimonio homosexual.  Cristo nos obliga que amemos a aquellos que piensen y actúen en modos diferentes.  Pero también nos enseña que hay verdades transcendentes para ser defendidas a pesar de que piensen los demás.

El papa Benedicto murió con un testimonio de su amor a Jesús en sus labios.  Sus últimas palabras fueron: “Jesús, te amo”.  Quizás podríamos dar testimonio a Jesús por ensayar lo que queremos ser nuestras palabras finales.  Después de despedirnos de nuestros seres queridos, quisiéramos decir algo como: “Confío en ti, Señor”.  Que repitamos estas palabras a otra persona todos los días. 

PARA LA REFLEXIÓN: ¿Qué querría yo para mis últimas palabras cuando muera?

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