El domingo, 12 de marzo de 2023

 EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA

(Éxodo 17:3-7; Romanos 5:1-2.5-8; Juan 4:5-42)

Según un himno, “Todos tenemos miedos secretos que enfrentar; nuestras mentes y motivos para enmendar...”  Sin embargo, no siempre queremos soltar nuestros pecados.  Posiblemente los consideremos como si no fueran de importancia, o los ocultemos de modo que otras personas no nos desprecien.  En el evangelio encontramos a una persona que lleva una carga onerosa de pecado.  Afortunadamente Jesús está allí para aliviársela.

La samaritana no parece estresada cuando llega al pozo de Jacob al mediodía.  Pero se puede preguntar por qué viene sola en la parte del día más caliente.  ¿Por qué no viene con las otras mujeres en una hora más cómoda?  Jesús va a revelar la razón en la conversación que está para comenzar.  Ella ha tenido a cinco maridos y ahora vive con hombre con quien no está casada.  Es excluida de la compañía de otras mujeres por su vida desordenada.  Además, el trabajo duro de llevar agua y su conciencia sobre agobiada con culpa aumentan la dureza de su vida.

No obstante, Jesús no le juzga.  Más bien, inicia conversación con ella.  Hablan de algo que tienen en común: el agua.  Le pide a la mujer agua del pozo.  Cuando ella responde con sorpresa, Jesús le ofrece “agua viva”.  Supuestamente “agua viva” es el agua fresca que mana de una manantial.  Pero Jesús tiene en menta algo más.  Al decir “agua viva”, él quiere decir la gracia renovadora del Espíritu Santo que renueva a la persona.  Es como una carga a un batería descargado.  Le proporciona la oportunidad de mover de su condición de pecado a la libertad de hija de Dios.

Jesús nos extiende a todos nosotros la misma oportunidad.  Por el evangelio llamándonos desde afuera y el Espíritu Santo moviéndonos desde adentro, Jesús nos ofrece la liberación del pecado.  Sus palabras nos despiertan de la complacencia.  En el evangelio sus palabras recuerdan a la samaritana del desorden de su situación matrimonial.  En un cine famoso la advertencia de Jesús que no vale el mundo entero la pérdida del alma sacude la conciencia de un traidor.  Con igual insistencia el Espíritu nos urge acudir la confesión donde se nos quitan los pecados como las tinieblas con los primeros rayos de la luz. 

Pero muchas veces nuestros vicios nos adhieren como chupasangres. Sabemos que deberíamos hacer cambios, pero algo dentro nosotros los resisten.  Digamos a nosotros mismos que el misericordioso Dios perdonará nuestros pecados. O posiblemente nos convenzamos de que los pecados sean tan plasmados que no sea posible arrancarlos.  En la primera lectura los israelitas resisten poner confianza en el Señor.  Dicen que estuvieran haciendo mejor en Egipto con abastos del agua que vagando sedientos en el desierto.  La samaritana quiere cambiar el tema cuando Jesús menciona su pasado sórdido.  Prefiere discutir las diferencias teológicas entre judíos y los samaritanos que examinar su vida con el mejor de consejeros. 

Jesús no le permite evitar la necesidad de arrepentirse.  Le dice, “…la salvación viene de los judíos”.  Eso es, él viene de los judíos, y tanto nosotros como ella debemos enfrentar la verdad de nuestras vidas ante él.  Pero no ha venido para castigarnos por nuestras culpas.  Más bien, ha venido para salvarnos de ellas.  Es como un médico que no echa la culpa a su paciente con cáncer por haber fumado sino hacer todo posible para curárselo.

Sabiamente la mujer se somete a la misericordia del Señor.  Deja su cántaro, el símbolo de sus pecados, atrás mientras se va a contar a los demás de él.  Que hagamos nosotros lo mismo.  Después de confesar nuestros pecados que digamos a los demás de la bondad del Señor.  Que digamos a otros de Jesús.

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