EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA
(Éxodo
17:3-7; Romanos 5:1-2.5-8; Juan 4:5-42)
Según un
himno, “Todos tenemos miedos secretos que enfrentar; nuestras mentes y motivos
para enmendar...” Sin embargo, no
siempre queremos soltar nuestros pecados.
Posiblemente los consideremos como si no fueran de importancia, o los
ocultemos de modo que otras personas no nos desprecien. En el evangelio encontramos a una persona que
lleva una carga onerosa de pecado.
Afortunadamente Jesús está allí para aliviársela.
La
samaritana no parece estresada cuando llega al pozo de Jacob al mediodía. Pero se puede preguntar por qué viene sola en
la parte del día más caliente. ¿Por qué
no viene con las otras mujeres en una hora más cómoda? Jesús va a revelar la razón en la
conversación que está para comenzar. Ella
ha tenido a cinco maridos y ahora vive con hombre con quien no está
casada. Es excluida de la compañía de
otras mujeres por su vida desordenada.
Además, el trabajo duro de llevar agua y su conciencia sobre agobiada
con culpa aumentan la dureza de su vida.
No
obstante, Jesús no le juzga. Más bien,
inicia conversación con ella. Hablan de
algo que tienen en común: el agua. Le
pide a la mujer agua del pozo. Cuando
ella responde con sorpresa, Jesús le ofrece “agua viva”. Supuestamente “agua viva” es el agua fresca
que mana de una manantial. Pero Jesús
tiene en menta algo más. Al decir “agua
viva”, él quiere decir la gracia renovadora del Espíritu Santo que renueva a la
persona. Es como una carga a un batería
descargado. Le proporciona la
oportunidad de mover de su condición de pecado a la libertad de hija de Dios.
Jesús nos
extiende a todos nosotros la misma oportunidad.
Por el evangelio llamándonos desde afuera y el Espíritu Santo
moviéndonos desde adentro, Jesús nos ofrece la liberación del pecado. Sus palabras nos despiertan de la
complacencia. En el evangelio sus
palabras recuerdan a la samaritana del desorden de su situación
matrimonial. En un cine famoso la
advertencia de Jesús que no vale el mundo entero la pérdida del alma sacude la
conciencia de un traidor. Con igual insistencia
el Espíritu nos urge acudir la confesión donde se nos quitan los pecados como
las tinieblas con los primeros rayos de la luz.
Pero muchas
veces nuestros vicios nos adhieren como chupasangres. Sabemos que deberíamos
hacer cambios, pero algo dentro nosotros los resisten. Digamos a nosotros mismos que el
misericordioso Dios perdonará nuestros pecados. O posiblemente nos convenzamos de
que los pecados sean tan plasmados que no sea posible arrancarlos. En la primera lectura los israelitas resisten
poner confianza en el Señor. Dicen que
estuvieran haciendo mejor en Egipto con abastos del agua que vagando sedientos
en el desierto. La samaritana quiere
cambiar el tema cuando Jesús menciona su pasado sórdido. Prefiere discutir las diferencias teológicas
entre judíos y los samaritanos que examinar su vida con el mejor de consejeros.
Jesús no le
permite evitar la necesidad de arrepentirse.
Le dice, “…la salvación viene de los judíos”. Eso es, él viene de los judíos, y tanto
nosotros como ella debemos enfrentar la verdad de nuestras vidas ante él. Pero no ha venido para castigarnos por
nuestras culpas. Más bien, ha venido
para salvarnos de ellas. Es como un
médico que no echa la culpa a su paciente con cáncer por haber fumado sino
hacer todo posible para curárselo.
Sabiamente
la mujer se somete a la misericordia del Señor.
Deja su cántaro, el símbolo de sus pecados, atrás mientras se va a contar
a los demás de él. Que hagamos nosotros
lo mismo. Después de confesar nuestros
pecados que digamos a los demás de la bondad del Señor. Que digamos a otros de Jesús.
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