DOMINGO
DE PENTECOSTÉS
(Hechos
2:1-11; I Corintios 12:3-7.12-13; Juan 20:19-23)
Hoy, el
domingo de Pentecostés, celebramos al Espíritu Santo, es cierto. Pero también celebramos la Iglesia. En algunas parroquias hace cuarenta o
cincuenta años traían un gran pastel en la misa. Los niños cantaron “Feliz cumpleaños” porque
hoy es el día en que la Iglesia nació.
Aunque tal práctica pueda resaltar la conexión entre Pentecostés y la
Iglesia, también trivializa ambos. De alguna manera tenemos que relacionar
Pentecostés a la Iglesia tomando en serio las dos cosas.
Nos ayuda
entender que Pentecostés no es solo una fiesta cristiana. Más bien, tiene sus orígenes en las
fundaciones del judaísmo. Al
quincuagésimo día después de la Pascua y éxodo del Egipto, los israelitas
recibieron la Ley de Dios. Junto con la
Alianza, la Ley significó que eran el “Pueblo de Dios”. Con la entrega del Espíritu Santo, nosotros
cristianos nos hemos identificado también como el “Pueblo de Dios” o, a veces,
el “Nuevo Pueblo de Dios”.
Somos el
“Nuevo Pueblo” no solo porque somos el más reciente. Más bien somos hombres y mujeres recreados
por el Bautismo. Recordamos lo que Jesús
dice a Nicodemo en el Evangelio de Juan: “’El que no nazca de nuevo no puede
ver el Reino de Dios’”. Entonces Jesús
sigue explicar cómo “nacer de nuevo” es nacer “de agua y de Espíritu”. Por supuesto, está refiriéndose al Bautismo.
El
evangelio hoy muestra a Jesús soplando sobre los apóstoles mientras dice: “…A
los que perdonen los pecados, les quedarán perdonados”. Nosotros cristianos somos renovados también
porque no estamos atados por nuestros pecados. Somos como el criminal cuya sentencia es
perdonado. Puede comenzar la vida de
nuevo sin pagar las deudas merecidas por su crimen anterior.
Jesús dejó
al Nuevo Pueblo de Dios con una misión.
Sus miembros, comenzando con los apóstoles, tienen que ir a todas partes
encendiendo al mundo con el amor. Las
llamas que pasan de uno a otro en la primera lectura hoy representan los
corazones ardiendo. No se detienen con
el grupo en el salón sino sigue diseminándose a través de Jerusalén y de allí a
través del mundo hasta el día hoy. Los
discípulos de Jesús ambos en Jerusalén y nosotros hoy en día cumplimos esta
tarea por anunciar la buena nueva del amor de Dios. Por supuesto, este anuncio no se hace solo
con palabras sino también con obras.
Desde el
tiempo de San Pablo la Iglesia se ha identificado a sí misma también como
“Cuerpo de Cristo”. Este es un título
extraño. ¿En qué sentido es la iglesia como un cuerpo? La Iglesia queda en la tierra como la
presencia física y orgánica de Cristo.
El Espíritu de Cristo, eso es, el Espíritu Santo, anima este cuerpo para
cumplir su misión de anunciar el amor de Dios.
Los creyentes en Cristo son los miembros de este cuerpo, cada uno según
su propia capacidad. Todos tienen su
papel necesario como en el caso de un cuerpo humano para que la Iglesia siga
irradiando el amor. Seamos arzobispos
cardenales o seamos los que fritan el pescado para las cenas los viernes de
cuaresma, apoyamos a la Iglesia proclamar el Reino.
El Espíritu
harmoniza todos los esfuerzos de los miembros.
Por eso parece que la propuesta del papa Francisco para
institucionalizar la sinodalidad con el laicado viene del Espíritu. Siempre los obispos han escuchado las
opiniones de los laicos. Tienen
hermanas, primos, y cocineras en sus casas.
Pero la escucha de modo casual no es ni clara ni apremiante. El Espíritu funciona por las estructuras que
se construyen para ser veraces y efectivas.
Se ha dicho que a veces hay que admitir cambios para que las cosas queden como siempre. Parece así con la Iglesia ahora. La sinodalidad puede ser necesaria para que la Iglesia siga diseminando el amor abnegado de Dios.
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