TRIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO
(Éxodo
22:20-26; I Tesalonicenses 1:5-10; Mateo 22:34-40)
El
evangelio hoy trata del amor. Todos
saben del amor, pero no todos están de acuerdo de lo que sea el amor. Una vez un hombre desamparado recibía el
almuerzo de una voluntaria trabajando en un comedor de caridad. Dijo el desamparado a la voluntaria: “Señorita
Bea, te amo”. Respondió ella: “Te amo a
ti también, Jaimito”. Entonces el hombre
dijo: “Señorita Bea, si tú me amas, ¿te acostarás conmigo?” La mujer le
replicó: “No es ese tipo de amor”.
Hay varios
tipos de amor. El gran exponente de la
fe del siglo pasado, C.S. Lewis, describe cuatro. Reflexionar sobre estos puede ayudarnos
entender los mandamientos de amor en este evangelio. Tres de estos tipos son naturales. Eso es, surgen en nosotros como el apetito de
comer o el deseo de saber. El cuarto
tipo es sobrenatural. A decir, viene de Dios y es para nosotros aceptarlo y
compartirlo con los demás.
El primer
tipo de amor es el cariño por lo cual deseamos el bien para la gente que nos
ayuda. Por el cariño una niña quiere a
su mamá que le provee los recursos para vivir desde la leche de pecho hasta el
consejo para las fiestas. También la
madre busca el afecto de sus hijos para sentir cumplida como mujer. Necesitamos a ser necesitados, como dice el
refrán. El cariño se extiende más allá
que nuestros familiares. Dice Lewis que
noventa por ciento de nuestras relaciones de amor son de este tipo. No obstante, hay que tener cuidado con el
cariño. Puede volverse en la indulgencia
que sofoca más que el apoyo que ayuda.
Lewis
enumera la amistad como el segundo tipo de amor. Tiene en mente el compartir completa de modo
que dos hombres o dos mujeres se identifiquen el uno con el otro. Los padres de la Iglesia San Basilio y San
Gregorio Nacianceno tuvieron tal relación. Gregorio escribió: “Cuando reconocimos
nuestra amistad, nos hicimos todo para uno y otro: compartimos el mismo
alojamiento, la misma mesa, los mismos deseos, la misma meta”. En el Evangelio según San Juan a la última
Cena Jesús llama a sus discípulos “amigos” porque han compartido su vida al
máximo. Aunque este género de amistad es
gran don, se puede corromperse. Por
ejemplo, cuando los dos no comparten con nadie más que uno y otro, se hace
egoísta.
Eros, el
amor romántico, comprende el tercer tipo de amor. Los enamorados experimentan deleite no solo
en la presencia sino también en el pensamiento de uno y otro. Por su naturaleza eros llevará la pareja a
dar vida en el matrimonio. Pero también
puede conducirles a la disminución de bondad como cuando los novios dejan la
virtud en la búsqueda del placer erótico.
Lewis llama
el cuarto tipo de amor “ágape”, una palabra griega que significa el amor
abnegado. Es el amor de Dios entregado a
los humanos por pura bondad. Tenemos un
amor natural para los maestros que nos formaron como personas de carácter. Pero Dios no tiene que amarnos; ni siquiera tenía
que crearnos. A pesar de la ingratitud
humana, Dios no solo nos creó sino envió a su propio hijo para salvarnos del
pecado y la muerte. En respuesta a él
amamos a todos con un amor que no busca reciprocidad en el cariño, ni
exclusividad en la amistad, ni placer en el eros.
Con ágape
podemos amar a Dios mismo. Esto es más
difícil que se piense. Pues Dios no es
visible y además muchos prefieren pensar en sí mismo como autores de su propia
bondad. Amamos a Dios por reconocerlo en
los hambrientos, desnudos, enfermos, y extranjeros con quienes Cristo se
identificó; por obedecer sus mandamientos aun cuando nos cuesta; y por la
oración diaria y atentamente.
Como
seguidores de Cristo, no amamos solo a aquellos que cumplen nuestras
necesidades. Amamos a todos por imitación a Dios que nos ha amado en primer
lugar. Su amor, el ágape, nos da más que
la satisfacción que es propensa a desvanecer en tiempo. Nos da el gozo de conocer a Jesús como
nuestro amigo y a su Padre como nuestro anfitrión por la eternidad.
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