El domingo, 3 de diciembre de 2024

PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO

Isaías 63:16-17.19,64:2-7; Icor 1:3-9; Marcos 13:33-37

Como nuestro testimonio a la presencia del Señor después de la consagración, decimos: "Ven, Señor Jesús".  Se ha llamado esta venida al fin de tiempos la “parusía”.  Esta palabra griega significa la visitación de un rey o un personaje poderoso al pueblo de un cierto lugar.  En la Eucaristía reconocemos que Cristo está presente en forma sacramental, pero queremos que sea presente de modo total para que veamos su cara, toquemos su brazo, y escuchemos su voz.  Será la culminación de nuestra experiencia como cristianos y el fin de la historia.

La primera lectura de la tercera parte del profeta Isaías indica que no somos los primeros para esperar la venida del Señor. Aquí los judíos han regresado del exilio en Babilonia.  Su nación fue aplastada por los babilonios.  Ahora tienen que comenzar de nuevo.  Quieren que Dios una vez más les ayude para que regresen al pueblo los días de gloria.  Sin una concepción adecuada de la vida personal transcendiendo la muerte, lo más que pueden esperar es la independencia y la alta estatura de Israel entre las naciones.

En la segunda lectura Pablo expresa una conciencia de la vida eterna.  Por lo que pasó a Jesucristo en el tercer día de su muerte, el apóstol sabe que la resurrección es el destino de los que confíen en Jesús.  Dice que los dones de Dios han equipado a los corintios para que puedan vivir sin pecar hasta la parusía.  Entonces Jesús reclamará a los suyos de la tierra para darles lugar en el cielo.

El evangelio da la última enseñanza del Señor a sus discípulos antes de su pasión.  Toca la necesidad de la vigilancia para la parusía.  Los discípulos tienen que prepararse; esto es el significado de “velen”.  Se prepararán por vivir como siervos atentos haciendo bien.  No deben vivir como vagos haciendo lo que les dé la gana.

Tenemos que admitir que pocos hoy en día aguardamos la parusía con gran anticipación.  Nuestra miopía no nos permite ver mucho más allá que nuestras propias muertes.  Pensamos que en la muerte nuestras almas van a vivir con Cristo en la gloria y que esto es todo lo que importa.  Tendremos cerca nuestros seres queridos que también han pasado por la muerte al reino de la paz.  Nuestro malentendido es arraigado en la falta de un aprecio adecuado del ser humano.  Lo pensamos como un alma encarcelada en un cuerpo.  Según este error el alma pueda existir completamente bien sin “esta espiral mortal” como el príncipe Hamlet llamó el cuerpo.

Pero no, el cuerpo es mucho más que un alambre que guarda nuestro espíritu.  Sea bello o feo, fuerte o enfermo, el cuerpo es parte de nosotros por lo cual debemos estar agradecidos.  Solo con el cuerpo podemos ver y tocar, escuchar y oler.  Sin el cuerpo, seríamos limitados como prisioneros en confinamiento solitario.  Sin nuestros cuerpos es posible que existamos en proximidad de seres queridos, pero no podríamos tocarlos o besarlos.  Posiblemente podamos comunicarnos en un sentido, pero no podríamos escuchar sus voces.  A lo sumo la experiencia será como un encuentro con Zoom que da alguna satisfacción, pero de ninguna manera es igual que la presencia de los demás cara a cara.

Deberíamos esperar la venida de Cristo con gran anticipación por dos razones.  En primer lugar, según testimonios bíblicos será precedida inmediatamente por la resurrección de nuestros cuerpos del polvo de la tierra.  Entonces podremos de nuevo abrazar, besar, y conversar con nuestros seres queridos.  Aún más tremendo será la experiencia de conocer a Cristo plenamente, cara a cara y hombro a hombro.

Por eso, que pongámonos a puntas para esperar a Cristo.  Que sea aun antes del fin del año si Dios quiera.  De todos modos, decimos con los primeros cristianos, “Marana tha”, eso es, “Nuestro Señor, ven”.

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