CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO
(II Samuel
7:1-5.8-12.16; Romanos 16:25-27; Lucas 1:26-38)
La mayoría
de los cristianos han oído la palabra “encarnación”. Sin embargo, no todos saben lo que quiere
decir. La encarnación significa el
misterio en lo cual la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se hizo
hombre. Aunque este concepto no nos extraña,
algunos dicen que es una contradicción.
“¿Cómo puede ser – preguntaran – que Dios, el autor de los millones de
millones de las estrellas en el universo, puede hacerse tan limitado como una
persona humana? Es como si fuera uno
podría poner una montaña en una caja de zapato”.
No vale
ahora tratar de explicar la posibilidad.
Pero tenemos que abordar el tema de algún modo porque tiene que ver con
el evangelio de la misa hoy y la gran fiesta de mañana. La Encarnación dio origen a la Navidad tan
seguro como el sol comienza el nuevo día.
Algunos piensan en la Encarnación teniendo lugar con la concepción de
Jesús a la Anunciación como indicada en el pasaje evangélico hoy. Otras reservan la palabra para cuando María
da a luz su hijo. De todos modos, tiene
que ver con la venida de Dios como hombre.
En lugar de
reflexionar en cómo Dios se hizo hombre o en exactamente cuándo lo hizo, sería
mejor que consideremos su motivo. ¿Qué
le movió al Espíritu infinito, eterno, y todopoderoso limitarse como una
persona humana? Se puede descubrir el
motivo en la descripción de Dios en la Primera Carta de Juan: “Dios es
amor”. El amor divino – no la pasión que
sentimos para unirnos con un otro sino la voluntad para ver el bien del otro –
impulsó a Dios salvar a la humanidad en su condición precaria.
Por
"condición precaria", queremos decir el pecado. Podemos percibir los efectos de pecado por
abrir nuestros ojos a lo que pasa alrededor de nosotros. Millones de vidas inocentes están a riesgo en
Ucrania y la Franja de Gaza por la guerra.
La revolución sexual ha producido millones niños más sin su madre y su
padre en casa para guiarlos a la madurez.
Una generación entera está experimentando soledad, duda, e inferioridad
por la fascinación con los medios sociales.
Finalmente, nuestra cultura está para experimentar un trastorno inmenso
por el rechazo del primer mandamiento de Dios recordado en la Biblia: ”Sean
fecundos y multiplíquense…” (Génesis 1,28).
Dios se
hizo hombre para enseñarnos cómo superar el pecado para vivir como personas
justas. Además, por su muerte en la cruz
nos ha liberado del apego al orgullo, codicia, y lujuria. Ahora vivimos apoyados por la comunidad de fe
con nuestras esperanzas fijadas en la vida eterna.
Hoy
celebramos el comienzo de esta liberación.
Sin embargo, existen fuerzas que quieren robarnos del significado de
nuestra celebración. En lugar de
recordar a Cristo, el liberador, estas fuerzas tendrían que impongamos los
regalos como el centro de la festividad.
En lugar de la adoración a Dios, querrían sustituir la fiesta día y
noche. No es que los regalos y las
fiestas no tengan lugar en nuestra celebración de Navidad. Sí lo tienen. Pues
la alegría de tener al liberador en nuestro medio conlleva el deseo de
compartirla con obsequios a los demás y a saltar en bailes. Pero tienen que dejar espacio para la
adoración del niño divino.
Como
contraejemplo a nuestros tiempos desviados tenemos a María como se retrata en
el evangelio hoy. No se piensa en su
propia fama u otro beneficio por ser madre del Salvador sino en el servicio que
rendirá a Dios. A la proposición de Gabriel,
responde decisivamente: “’He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra’”.
Somos
pecadores pero redimidos. Celebramos,
pero siempre conscientes de quien y porque festejamos. Sí que tengámonos una feliz Navidad. Pero
también que agradezcamos a Dios por hacerse como nosotros.
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