PRIMER DOMINGO DE PASCUA
(Marcos
16:1-7)
Tan
encantador que encontremos la Navidad, tenemos que reconocer en la Pascua algo
más significante. Es la celebración del
cumplimiento del propósito de Dios en hacerse hombre. Es el anuncio al mundo que Cristo ha vencido
el pecado y la muerte. El evangelio nos
cuenta de la historia de su victoria que nos ofrece ambas esperanza y trabajo.
Dice San
Marcos que las tres mujeres que vieron a Jesús crucificado ahora vienen para
embalsamarlo. Fue sepultado rápidamente
el viernes para evitar violar la santidad del sábado. Ahora las mujeres quieren dar a su querido
maestro un entierro apropiado.
Las mujeres
se preocupan de cómo moverán la piedra gigante que cerró el sepulcro. Pero sin duda sus pensamientos extienden más
allá que esta cuestión. Con toda
probabilidad están recordando que tremenda persona era Jesús. Como la gente hoy hace “celebraciones de la
vida” en las funerarias, estas mujeres estarían compartiendo sus memorias de
Jesús. Estarían hablando con una y otra
cómo a Jesús le gustaba comer con todos tipos de personas. Contarían cómo enseñaba con autoridad, y
usaba parábolas para ayudar a la gente entender.
Tan felices
que sean sus memorias de Jesús, las mujeres topan la amarga realidad que ya no
está con ellas. Piensan que no más
escucharán su voz o sentir su toque de apoyo.
Entonces dicen que las cosas nunca serán las mismas y se preguntan: ¿cómo
vivirán sin Jesús?
Cuando
llegan al sepulcro y ven la piedra quitada, se espantan. Preguntarían: ¿qué
pasó? Estarían sospechando que los enemigos de Jesús robaron su cuerpo. Cuando entran el sepulcro, ven a un ángel
donde quedó el cuerpo de Jesús. Les
anuncia que Jesús ha resucitado. Ahora las
mujeres se asustan aún más. Después de
todo, están en un cementerio con un espíritu delante sus ojos. Estarían preguntándose: ¿qué quiere decir
“resucitado”? ¿Es vivir con el cuerpo o
sin el cuerpo? ¿en el mundo o fuera el
mundo? ¿para un tiempo limitado o para siempre?
El ángel
les asigna a las mujeres una tarea. Ellos han de decirles a Pedro y sus
compañeros que encontrarán a Jesús en Galilea.
Donde ellos comenzaron su discipulado con el Señor, lo comenzarán a llevarlo
a su término. Pero esta vez tendrán al
Espíritu Santo como su luz y fuerza. El
Espíritu les recordará de lo que dijo el Señor de la necesidad de sufrir para
seguirlo. Asimismo, les fortalecerá para
que venzan el miedo y la apatía en su misión.
Somos
semejantes a esas mujeres esa primera Pascua cristiana. Como ellas tenemos un temor de la muerte
porque no podemos ver más allá que la fosa o, hoy en día, el columbario. Tampoco tenemos una visión adecuada de la
resurrección. Sabemos que tendremos una
nueva vida gloriosa enraizada en nuestros propios cuerpos y que conoceremos
íntimamente a Jesucristo. Pero ¿qué vamos
a hacer más que alabar y agradecer a Dios queda oscuro? Finalmente, como aquellas mujeres, estamos
encargados con la tarea de decir a los demás que el resucitado les
espera. De alguna manera tenemos que
anunciar que Jesús nos ha conquistado el pecado y la muerte. Ahora podemos vivir como personas renovadas
con el mismo Jesús como compañero y destino.
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