DUODÉCIMO DOMINGO ORDINARIO
(Job 38:1.8-11; II Corintios 5:14-17; Marcos 4:35-41)
Queridos amigos, las lecturas de la misa hoy nos ayudan
poner la fe en Jesús como el Señor y Dios nuestro. Aunque proclamamos esta creencia en “el
credo”, es una verdad tan extraordinaria que tengamos dificultad reclamándolo
con todo corazón.
La primera lectura proviene del Libro de Job, una de las
obras más pensativas de toda la Biblia.
Job es hombre justo que pasó contratiempos más allá de que pensemos
posible aguantar. Perdió su fortuna,
todos sus hijos, y su salud. Quiere
morir, pero antes de esto busca una entrevista con Dios para preguntarle ¿por
qué? ¿Por qué fue proporcionado una suerte
tan terrible? ¿Por qué él, un hombre que
jamás había maltratado a nadie, ha tenido que sufrir tanto? Al final del libro Dios le concede la entrevista. Pero antes de que Job puede entregar sus
preguntas, Dios le dice que Job no podía entender las razones para sus
sufrimientos porque no estaba allá cuando Dios hizo el cielo y la tierra. Añade las palabras de la lectura hoy. Era Él, eso es Dios, que puso los límites al
mar.
Cualquiera persona que ha visto el océano puede verificar
que es más inmenso que se pueda imaginar.
Siempre el mar ha sido formidable, pero en el primer siglo antes de las
grandes naves de los tiempos modernos, fue considerado como el fin del
mundo. Era pensado como una región de
caos habitada por los monstruos insuperables.
Dios dice a Job que sólo Él podía poner límites al mar para formar los continentes. Ante un ser tan magnífico como Dios, Job se
pone callado. No más quiere registrar
quejas.
Ahora deberíamos mirar el evangelio. Jesús está en una
barca con sus discípulos cuando se levanta una tormenta poderosa. Las olas del mar se estrellan contra la barca
como las bombas de las fuerzas aliadas en la invasión de Normandía. Los discípulos quedan sobrecogidos con el
terror mientras Jesús duerme contentamente.
Lo despiertan en temor de sus vidas y le exhortan que los salve. Jesús solo tiene que decir a la tempestad que
se calle, y se desinfla como un globo con un pinchazo. Si Dios es el que pone
límites al mar, Jesús se muestra a sí mismo a ser Dios por calmar el mar
furioso.
A veces nosotros nos sentimos sobrecogidos por los apuros
que se levantan en nuestras vidas. Puede
ser una confluencia de infortunios: la muerte de un ser querido, la pérdida de
trabajo, y un accidente que nos hospitaliza todos ocurriendo
simultáneamente. Rezamos al Señor, pero no
nos responde. Parece que está
durmiendo. Nos sentimos que nos ha
olvidado. Esta fue la condición de la
Iglesia primitiva cuando Marcos escribió su evangelio. Había persecuciones de cristianos con nadie
para defenderlos. Bajo tales condiciones
jamás deberíamos desistir orando. En la
segunda lectura San Pablo dice que “el amor de Cristo nos apremia”. El que murió por todos no nos dejará
apurados, sino nos rescatará. Esto es
tan seguro como la atención de una madre al llanto de su bebé.
El evangelio hoy quiere hacer hincapié primero que
Jesucristo tiene la capacidad de ayudar a sus fieles en necesidad. También, enfatiza que él no nos decepcionará
cuando lo llamamos. Es de nosotros que
no desistamos hacer eso incesantemente.
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