III
DOMINGO DE ADVIENTO
(Isaías
35:1-6.10; Santiago 5:7-10; Mateo 11:2-11)
Según una
antigua tradición, este tercer domingo de Adviento se llama “Gaudete”. Gaudete
es latín para “regocíjense”. Ahora es tiempo de regocijarse porque hemos
llegado al punto medio de la espera de la Navidad. Por esta razón, el sacerdote
y el diácono llevan ornamentos de color rosa, no el morado penitencial de los
otros domingos de Adviento.
Usualmente
la segunda lectura presenta el tema del gozo en este domingo, pero no este año.
Escuchamos al profeta Isaías en la primera lectura decir al pueblo de Israel:
“Regocíjate”. La segunda lectura, de la Carta de Santiago, solo alienta al
pueblo cristiano a ser paciente en la espera del Señor. Querría explorar este
tema de la esperanza una vez más.
Nosotros,
los cristianos, hemos estado esperando al Señor desde su resurrección de entre
los muertos. Queremos que nos vindique por vidas de honradez, generosidad y
castidad. Nuestras esperanzas de verlo se alzan cuando escuchamos frases como
“…está cerca” en la lectura de Santiago. Nos preguntamos: “¿Cuándo llegará?”
Evidentemente, la gente a la cual escribió Santiago tenía la misma inquietud.
Por eso les exhorta: “Sean pacientes...” Es cierto que Jesucristo regresará
porque lo ha dicho. Pero el día y la hora, como también dice, “…nadie los
conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (24,36).
La
paciencia nos dispone a sufrir y a soportar los males presentes. El esperar no
es el peor mal, pero ciertamente no nos gusta. De hecho, esperar nos inclina a
cometer actos lamentables. Se puede ver en las carreteras a choferes
impacientes arriesgando sus vidas y las de otros por zigzaguear en el tráfico.
Otros choferes impacientes maldicen a los cautelosos de modo que escandalizan a
sí mismos junto con sus acompañantes.
En el fondo
de nuestro disgusto con esperar está la tendencia a pensar en nosotros como más
importantes que los demás. No queremos aguantar ninguna inconveniencia porque
nos creemos superiores. Incluso tenemos dificultad para ver a Dios como más
importante. Deberíamos haber aprendido
de nuestras madres que el mundo no se centra en nosotros, sino en Dios. Como el
Creador y Sostenedor del universo, debemos someternos a su voluntad. No podemos
esperar que Él se someta a la nuestra.
En la
Biblia, Dios regularmente manda la paciencia. Hizo a Noé esperar cuarenta días
en el arca con un montón de animales malolientes. Permitió que Job sufriera un
sinnúmero de males severos. Como menciona Santiago en la lectura de hoy, los
profetas tuvieron que sufrir mucho con paciencia. Elías, por ejemplo, tuvo que
huir de la venganza del rey Acab hasta casi sucumbir en el camino. Asimismo,
arrojaron a Jeremías en un pozo en un atentado contra su vida.
La
paciencia nos permite sufrir hasta que reconozcamos nuestra dependencia de Dios
para la salvación. Nos ayuda ver que nuestros esfuerzos no pueden rescatarnos
de la muerte; sólo Dios puede hacerlo. Es
nuestra fe, ya purificada por el sufrimiento soportado con paciencia, que nos
conecta firmemente a Él. Esto me recuerda aquí de la película "El
Buscavidas", hecha hace años. Un
joven jugador de billar reta al campeón vigente a una partida. Pierde
estrepitosamente, pero aprende de su derrota. La siguiente vez que se enfrenta
al campeón, el joven jugador se convierte en el nuevo campeón. Como diría San
Pablo, el joven gana “solo una corona que se marchita”. En cambio, con la paciencia en la espera de
Cristo nosotros ganamos “una corona incorruptible” (I Corintios 9,25).
Puede que
no veamos el regreso de Cristo encarnado este año. Pero esto no significa que
Él no recompense pronto nuestros sacrificios para vivir vidas honestas,
generosas y castas. Él viene a nosotros en cada misa y, podríamos decir,
particularmente en la misa de Navidad. Allí, en medio de nuestros seres
queridos, la paz y la alegría que experimentamos nos aseguran que nuestros
sacrificios valen la pena. Absolutamente valen la pena.