El viernes, 12 de diciembre de 2025

 

Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe

(Zacarías 2:14-17; Apocalipsis 11:19a.12:1-6.10ab; Lucas 1:39-47)

Mediante la Encarnación, Dios se hizo hombre para resucitar a todos los seres humanos del pecado y la muerte. Fue un acto singular e irrepetible. Sin embargo, hoy celebramos otro acto de Dios que se asemeja en cierto modo al logro de la Encarnación. Envió a su madre, la Virgen de Guadalupe, para ayudar a los oprimidos pueblos indígenas de México.

Para apreciar la magnitud de este evento, similar a la encarnación, debemos recordar la situación de la nación mexicana en 1531. Diez años antes, la poderosa nación azteca fue derrotada por una fuerza de tan solo unos cientos de soldados españoles. Por supuesto, fue una plaga, que la milicia portaba sin saberlo, la que causó el mayor daño. El pueblo quedó impotente, pero desafiante. En gran medida, no querían formar parte de la cultura española.

Entonces la Virgen se apareció a Juan Diego Cuauhtlatotzin, uno de los pocos indígenas conversos al catolicismo. Lo envió al obispo de México con la orden de construir una iglesia en su honor. No debía construirse en la ciudad, entre los ricos e influyentes, sino en el campo, donde residían los indígenas pobres. Por "iglesia", se refería no solo a una estructura física, sino, aún más importante, a una comunidad de creyentes. Cuando la primera se completó, los indígenas se convirtieron en masa.

Con nuestra celebración de hoy recordamos no solo la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe al pueblo mexicano, sino también la ayuda de Dios a todos los que han sido abatidos. Ya sea que los seres humanos sufran enfermedades, guerras, desastres naturales o pobreza, Dios acude en su ayuda. María se identifica con una intervención de misericordia similar en el evangelio de hoy. Declara abiertamente que Dios la ha visitado en su humilde condición para que pueda proclamar su grandeza.

El domingo, 14 de diciembre de 2025

 

III DOMINGO DE ADVIENTO

(Isaías 35:1-6.10; Santiago 5:7-10; Mateo 11:2-11)

Según una antigua tradición, este tercer domingo de Adviento se llama “Gaudete”. Gaudete es latín para “regocíjense”. Ahora es tiempo de regocijarse porque hemos llegado al punto medio de la espera de la Navidad. Por esta razón, el sacerdote y el diácono llevan ornamentos de color rosa, no el morado penitencial de los otros domingos de Adviento.

Usualmente la segunda lectura presenta el tema del gozo en este domingo, pero no este año. Escuchamos al profeta Isaías en la primera lectura decir al pueblo de Israel: “Regocíjate”. La segunda lectura, de la Carta de Santiago, solo alienta al pueblo cristiano a ser paciente en la espera del Señor. Querría explorar este tema de la esperanza una vez más.

Nosotros, los cristianos, hemos estado esperando al Señor desde su resurrección de entre los muertos. Queremos que nos vindique por vidas de honradez, generosidad y castidad. Nuestras esperanzas de verlo se alzan cuando escuchamos frases como “…está cerca” en la lectura de Santiago. Nos preguntamos: “¿Cuándo llegará?” Evidentemente, la gente a la cual escribió Santiago tenía la misma inquietud. Por eso les exhorta: “Sean pacientes...” Es cierto que Jesucristo regresará porque lo ha dicho. Pero el día y la hora, como también dice, “…nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (24,36).

La paciencia nos dispone a sufrir y a soportar los males presentes. El esperar no es el peor mal, pero ciertamente no nos gusta. De hecho, esperar nos inclina a cometer actos lamentables. Se puede ver en las carreteras a choferes impacientes arriesgando sus vidas y las de otros por zigzaguear en el tráfico. Otros choferes impacientes maldicen a los cautelosos de modo que escandalizan a sí mismos junto con sus acompañantes.

En el fondo de nuestro disgusto con esperar está la tendencia a pensar en nosotros como más importantes que los demás. No queremos aguantar ninguna inconveniencia porque nos creemos superiores. Incluso tenemos dificultad para ver a Dios como más importante.  Deberíamos haber aprendido de nuestras madres que el mundo no se centra en nosotros, sino en Dios. Como el Creador y Sostenedor del universo, debemos someternos a su voluntad. No podemos esperar que Él se someta a la nuestra.

En la Biblia, Dios regularmente manda la paciencia. Hizo a Noé esperar cuarenta días en el arca con un montón de animales malolientes. Permitió que Job sufriera un sinnúmero de males severos. Como menciona Santiago en la lectura de hoy, los profetas tuvieron que sufrir mucho con paciencia. Elías, por ejemplo, tuvo que huir de la venganza del rey Acab hasta casi sucumbir en el camino. Asimismo, arrojaron a Jeremías en un pozo en un atentado contra su vida.

La paciencia nos permite sufrir hasta que reconozcamos nuestra dependencia de Dios para la salvación. Nos ayuda ver que nuestros esfuerzos no pueden rescatarnos de la muerte; sólo Dios puede hacerlo.  Es nuestra fe, ya purificada por el sufrimiento soportado con paciencia, que nos conecta firmemente a Él. Esto me recuerda aquí de la película "El Buscavidas", hecha hace años.  Un joven jugador de billar reta al campeón vigente a una partida. Pierde estrepitosamente, pero aprende de su derrota. La siguiente vez que se enfrenta al campeón, el joven jugador se convierte en el nuevo campeón. Como diría San Pablo, el joven gana “solo una corona que se marchita”.  En cambio, con la paciencia en la espera de Cristo nosotros ganamos “una corona incorruptible” (I Corintios 9,25).

Puede que no veamos el regreso de Cristo encarnado este año. Pero esto no significa que Él no recompense pronto nuestros sacrificios para vivir vidas honestas, generosas y castas. Él viene a nosotros en cada misa y, podríamos decir, particularmente en la misa de Navidad. Allí, en medio de nuestros seres queridos, la paz y la alegría que experimentamos nos aseguran que nuestros sacrificios valen la pena. Absolutamente valen la pena.