El domingo, 9 de mayo de 2010

EL VI DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 15:1-2.22-29; Apocalipsis 21:10-14.22-23; Juan 14:23-29)

Una balada norteamericana cuenta de Mateo. Es tío del compositor. Mateo vino a vivir con la familia del compositor en Kansas después que un tornado lo despojó de su propia familia y granja. Dice el compositor que Mateo era más que un pariente a él; se hizo amigo que lo guió a un aprecio más profundo de la vida. Termina la balada por decir que para Mateo el gozo era sólo el fundamento de la vida; el amor, sólo la manera de vivir y morir; el oro, sólo el color de un campo de trigo; y azul, sólo el cielo estival. En el evangelio hoy Jesús nos promete una amistad semejante o, más bien, una amistad más beneficiosa aun.

Dice Jesús que él y su Padre posarán en aquella persona que cumpla su palabra. “¿Por qué querríamos que Dios viva en nosotros?”, podemos preguntar. La respuesta es lo mismo si estuviéramos a preguntar, “¿Por qué querríamos estudiar en la universidad o casarse con una persona buena?” Tener a Dios con nosotros es conocer la verdad y experimentar el amor. Es vivir contento, satisfecho, agradecido. Una vez el gran primer ministro de Inglaterra Winston Churchill recordó a su amigo, el presidente estadounidense Franklin Roosevelt: “Encontrarse con él era como descorchar una botella de champaña y conocerlo era como beberla”. Tener a Dios como huésped nuestro nos da aún más satisfacción.

Jesús especifica lo que es tenerlo y su Padre como amigos -- es conocer la paz. Pero su concepto de la paz sobrepasa lo de nosotros. Como judío, para Jesús la paz no es simplemente el cese de combate o aún el retiro de armas. No, en la tradición hebreo la paz – el shalóm – es la plenitud o la perfección. Los hondureños dirían “macanudo” y los costarricenses, “pura vida”. Es cómo sentimos cuando todo nos va excelente, cuando no sentimos nada de culpa o de preocupación o de necesidad. La paz que Jesús nos ofrece es como regresar de la universidad a la cocina de mamá después de hartarnos comiendo del buffet y de desvelarnos estudiando con píldoras antisueño. Es probar su cocido hecho no solamente con el amor sino también con el tiempo para absorber los ricos sabores de la carne, de las verduras, y de las especies. Es escuchar sus dulces palabras de consuelo: “Descansa, mi hijo; has hecho tu mejor. Deja a Dios suplir el resto”.

Tal vez imaginemos que nuestra mamá sea más misericordiosa que Dios. Posiblemente ella se desilusione con nosotros si nos faltó a llamarla el domingo, pero jamás se nos quita el amor. Al otro lado, a veces Dios nos parece inflexible. ¿No es que Él nos quite la gracia si hacemos un pecado mortal? Pero ¿quién se le quita a quién la gracia? Cuando rehusamos a asistir a la misa dominical, nos apartamos de la luz para avanzar en este mundo de tinieblas. ¡Que no nos equivoquemos! El mandamiento de mantener santo el día del Señor – como todos los mandamientos – es una misericordia, no un castigo. Nos hace posible alcanzar al destino eterno que anhelamos desde el fondo de nuestro ser. Y cuando nuestros antojos nos desvían del camino, Dios siempre nos llama atrás por la conciencia. Es mejor que nuestra madre porque nunca nos consiente, nunca nos permite pensar que somos como muñecas perfectamente proporcionadas en todo.

“El ‘M’ es para las muchas cosas que me has dado; el ‘A’ significa sólo que anciana te has transformado…” escribe un predicador en su tributo anual para las madres. Es cierto; estamos infinitamente endeudados a nuestras madres. Sobre todo les debemos un profundo “muchas gracias” por presentarnos a Dios. El ‘D’ tiene que ser para Él. Dios nos refresca mejor que cualquier cocido. Nos enriquece más que campos de oro. Sí, madres, muchas gracias por presentarnos a Dios.

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