(Sabiduría
7:7-11; Hebreos 4:12-13; Marcos 10:17-30)
Alguien
está tocando la puerta. Vamos a ver a quien
sea. Encontramos a un hombre en traje y
corbata. Su cabello está bien peinado y
lleva una gran sonrisa. Dice que él es
fulano presentándose como candidato a congresista. Entonces, nos pregunta:
“¿Qué debo hacer para ganar su voto?”
Así el rico se acerca a Jesús en el evangelio hoy.
Como muchos
ricos hoy en día, el hombre viene apresurado.
Suavemente se dirige al Señor: “Maestro buen—dice -- ¿qué debo hacer
para alcanzar la vida eterna?” Como si
el reino de Dios fuera un logro para cumplirse o un producto para comprarse, el
hombre quiere la fórmula para asegurarse de la felicidad en la muerte. Actúa como nosotros cuando pensamos en la vida
más como una conquista nuestra que un don de Dios.
Sin
embargo, el Señor no se ofende con nuestra falta. Pues, sabe que desde la niñez estamos
acostumbrados oír que no hay nada bueno que viene gratis. Nos ama a pesar de la pretensión que podríamos
lograr la vida eterna. Así en la lectura,
Jesús lo mira al rico con amor aunque no le da la respuesta que desea. En lugar
de decirle que tiene que memorizar diez salmos o abstenerse de vino, lo reta
más al fondo. Dice que él debe ir y
vender sus pertenencias, darles a los pobres las ganancias, entonces venir y hacerse
su discípulo.
El
hombre lo escucha como si Jesús estuviera exigiendo que se le quiten los dos
brazos. Entonces parte del Señor
desilusionado. No parece opuesto a regalar
una porción de su riqueza – tal vez la mitad o posiblemente, como uno de los
hombres más ricos en el mundo actual hizo hace unos años, hasta ochenta y cinco
porciento. Pero ¿todo? “Lo siento, Señor -- parece decir – he
conservado mi fortuna con cuidado y no voy a dispensarla de una vez”. A lo mejor no somos ricos como el hombre en
el evangelio; sin embargo, hay otras cosas que nos impiden el seguimiento de
Jesús. Tal vez sea el placer que algunos
tienen de mirar la pornografía o quizás la satisfacción que otros reciben por echar
una mentira que les entregan de un lío.
Jesús
nos advierte del problema. Dice que es más difícil para un rico entrar
en el Reino de Dios que un camello pasar por un ojo de una aguja. ¿Solamente está refiriéndose a los
adinerados? Parece que no porque cuando
los asombrados discípulos le preguntan “… ¿quién puede salvarse?”, Jesús
responde que “es imposible para los hombres, mas no para Dios”. Todos – los pobres tanto como los ricos, los
analfabetos tanto como los cultos, los adultos tanto como los niños – tienen
que buscar en Dios su salvación del pecado y de la muerte.
Entonces,
¿por qué la Iglesia habla de la necesidad de hacer obras buenas para llegar al
cielo? Esta pregunta movió a Martín
Lutero a separarse de la Iglesia católica. Sin embargo, la Iglesia desde su
principio ha enseñado la primacía de la gracia para la salvación. Es puro don de Dios concedido por la muerte y
resurrección de Jesucristo que nos ha hecho en sus hijos adoptivos. Sin esta palanca no podríamos hacer nada
meritorio y seríamos destinados a la muerte.
Ya, integrados en la familia divina, podemos amar ambos al extranjero y
al paisano – actos que nos ganan otro destino.
Hace unos años un sacerdote en Dallas, Texas, le donó uno de sus riñones
a una parroquiana. No era de ningún modo
necesario de parte de él pero completamente preciso para ella. Es el tipo de cosa que se hace por un
familiar, no por sólo un conocido. El
cura lo hizo por la gracia de Dios.
Un
hombre cuenta de su niñez. Recuerda que
los domingos al final de la misa se marchaban algunos huérfanos al frente del
comulgatorio. Entonces el cura pedía a
las familias si considerarían a llevar a uno de los niños a su casa. Dice el hombre que era gran humillación para
los huérfanos, particularmente si ninguna familia los quería. Bueno, somos como esos huérfanos, pero Dios
nos ha salvado de la humillación con su gracia.
Pues nos ha escogido para su familia.
Ya somos sus hijos e hijas adoptivas con la oportunidad de hacer actos
meritorios. Ya podemos alcanzar la vida
eterna.
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