(Proverbios
8:22-31; Romanos 5:1-5; Juan 16:12-15)
En los
climas norteños se acostumbra a pensar en la muerte al final del año. Pues entonces los días se oscurecen pronto y
los vientos árticos enfrían el cuerpo. A
lo mejor por esta razón se ha fijado el Día de los Muertos en el segundo de
noviembre.
Sin
embargo, la muerte no descansa durante el resto del año. La gente fallece tanto en mayo como en
noviembre. Por eso, se espera que no parezca
muy extraña una reflexión sobre el fin de la vida ahora. De hecho, en este fin de semana los
americanos tienen un día aparte para hacer precisamente esto. Mañana observan el Día de los Caídos.
La observancia
originó después de la Guerra Civil de los Estados Unidos, la más mortífera en la
historia del país. Pusieron el día 30 de
mayo para el evento cuando los jardines están en plena floración para adornar
las fosas. Al principio sólo decoraron
las fosas de los caídos en la guerra, pero en tiempo la gente venía a los
panteones en este día recordando a todos sus queridos muertos.
Ya se ha
hecho el Día de los Caídos como parte de un fin de semana extendido para tomar
vacaciones o para hacer compras. De una
manera estas nuevas actividades son lamentables porque si no reflexionamos
suficientemente en la muerte no podremos apreciar adecuadamente el valor de la
vida. Es doblemente triste en el caso de
las víctimas de guerra. Pues, si no nos contemplamos
el costo tremendo de la guerra, vamos a recorrer a ella como remedio de cada crisis
diplomático. Para nosotros católicos
celebrando hoy la Santísima Trinidad, el misterio de Dios nos provee un enfoque
particular para comprender las dos: la muerte y la guerra.
Que
comencemos con los primeros hombres conocidos como Adán y Eva. Ellos tenían una relación personal con Dios
de modo que, según la historia en Génesis, les tratara como hijos
consentidos. Sin embargo, traicionaron
esta relación por la codicia. Los dos querían
ser tan entendidos como Dios. Hasta
ahora experimentamos las consecuencias de su pecado – la alienación de Dios, la
rebeldía contra el buen orden, y la muerte.
Sin
embargo, Dios se apiadó del hombre. No
quería que quedáramos presos de la codicia hasta el último suspiro. Eso es, no quería que la muerte sea no sólo
nuestro fin sino algo trágica por encontrarla buscando trivialidades como la plata
y el placer. Por el amor del hombre,
Dios Padre hizo un plan para rescatarnos del pecado y la muerte. Mandó al mundo a Su Hijo, Jesucristo, para corregir
nuestro corazón rebelde.
Jesús vino
como uno de nosotros aunque no dejó su naturaleza divina. Nos mostró que la verdadera libertad no
consiste en hacer lo que le dé la gana sino en hacer lo amoroso, lo bueno, lo
verdadero según la voluntad de Dios Padre.
Por la primera vez en la historia se superaron la codicia y toda otra
forma de pecado. Su entrega hasta la
muerte en la cruz agotó el dominio del mal en el mundo.
Enviado por Dios Padre, el Espíritu Santo resucitó
a Jesús de la muerte. También, por el
Espíritu todos los pueblos de la tierra lo han reconocido como el Señor del
universo. Finalmente, este mismo
Espíritu está renovando cada corazón humano para que cumpla el mandamiento del
amor. De esta manera poco a poco se superará la guerra. De esta manera también el mismo Espíritu
levantará de la muerte aquellos que respondan a su impulso.
Si vamos al panteón mañana, veremos las fosas adornadas
con flores. Rosas, margaritas, y
claveles decorarán los sepulcros como el campo en floración. Una vez allá querremos orar a Dios Padre
dándole gracias por nuestros queridos muertos.
También querremos pedir perdón al Dios Hijo por el costo tremendo que
pagó para remediar nuestros pecados. Finalmente
querremos solicitar al Espíritu Santo que levante a ellos de la muerte.
1 comentario:
Muy buena reflexión Padre, que buena oportunidad para hablar del día de los caídos allí como una forma de comunión con los seres queridos. Muchas gracias por su pastoral en la predicación, nos ayuda a encauzar la nuestra. Bendiciones. Juan Gaete, Asunción-Paraguay.
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