El domingo, 20 de julio de 2014


DECIMOSEXTO DOMINGO ORDINARIO

(Sabiduría 12:13.16-19; Romanos 8:26-27; Mateo 13:24-30)


Los informes de Irak siguen mal.  Los radicalistas musulmanes han tomado poder del norte.  Amenazan las vidas de la minoría cristiana cuyas tierras, por la mayor parte, están allá.  Seguramente no les dejarán practicar su fe en paz.  La violencia nos deja con el interrogante: ¿Cómo puede Dios permitir a los malvados seguir sembrando el odio? En la parábola evangélica hoy Jesús nos presenta una respuesta.

La parábola propone en términos ilustrativos lo que se ha llamado el “problema del mal”.  Eso es, si Dios es justo, ¿cómo puede la gente buena sufrir atrocidades?  Jesús cuenta cómo se ha descubierto una mala hierba que asemeja el trigo sembrada entre la verdadera planta.  Pregunta: ¿Qué debería hacer el amo de la tierra?  Entonces explica que si arranca la amenaza, va a perder el trigo.  Pero si no la arranca, la mala hierba se aprovechará del agua y del sol destinados para el trigo  En una manera u otra, habrá problemas.  La parábola resuelve el dilema por recomendar que no se moleste tanto por la hierba mala.  Dice que al día de la cosecha se podrá distinguirla del trigo fácilmente para que sea descartada.

Se puede aplicar la sabiduría de la parábola a situaciones actuales.  En el caso de los radicalistas musulmanes, algunos podrían ser jóvenes bondadosos reclutados en la milicia por la fuerza.  Si Dios destrozaría toda la milicia, estos jóvenes no van a tener la oportunidad de mostrar su bondad.  Más cotidiana, la parábola nos indica que no sería provechoso eliminar las serpientes de cascabel porque sirven como consumidores de los insectos.  Hay otro ejemplo más significativo que deberíamos considerar. 

El campo de trigo sembrado con la mala hierba representa a cada uno de nosotros.  Pues, todos nosotros somos una combinación de bondad y maldad.  Un sabio una vez dijo: “La línea que separa el bien del mal no pasa entre estados, ni entre clases, ni entre partidos políticos sino que atraviesa cada corazón humano”.  Aunque nos conocemos como buena gente, sabemos que no somos apenas perfectos.  Pecamos, a veces gravemente.  Un padre de familia no puede comunicarse con su hijo joven.  Cada vez que conversen, terminan gritando a uno y otro.  Una enfermera siente desdén para la compañera de trabajo que es morena.  Si le ve acercándose, casi automáticamente vierte la cabeza al lado. 

La parábola nos cuenta que no somos perdidos.  Dios permitirá que el mal exista a la par del bien por un tiempo.  Pero un día va a arrancar el mal de nuestros corazones tan seguramente como el ortodontista limpia las caries de nuestros dientes.  Entretanto podemos contar con los gemidos del Espíritu Santo dentro de nuestros corazones como dice san Pablo en la segunda lectura.  El Espíritu está rogando por nosotros para lo que ni sabemos que pedir.

¿Significa esto que no tenemos que preocuparnos por nuestros pecados?  ¿Quiere decir que solamente tenemos que esperar la acción de Dios sin hacer nada por nuestra perfección?  ¡Absolutamente no!  Siempre tenemos que confesar nuestras faltas y pedir el perdón.  Entonces, queremos reclamar para nosotros las palabras que rezamos en el Padre Nuestro: “Hágase tu voluntad en la tierra como en cielo”.  Eso es: Padre, dirige mi voluntad en conforme con la tuya.  Con esta determinación podemos enfrentar a nuestro hijo rebelde o acogerse a nuestra compañera con la calma del pescador en un día caliente de verano.

Una vez un agricultor del Oeste de Texas describió el reto de sus antepasados cuando llegaron a la tierra.  Dijo que tenían que limpiar los campos de “piedras, mezquites, y serpientes de cascabel”.  Cada uno de nosotros tenemos un corazón que asemeja esos campos.  Tenemos que limpiarlo del odio, desdén, y la ira.  Para ayuda podemos contar con Dios como el calor del verano.  Siempre podemos contar con Dios.

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