DECIMOCUARTO DOMINGO ORDINARIO
(Ezequiel
2:2-5; II Corintios 12:7b-10; Marcos 6:1-6)
Sócrates
vivió en Atenas en el quinto siglo antes de Cristo. Aunque fue pensador famoso, se conoce por su
humildad. Le gustaba decir que la única cosa
que sabía con certeza fue que no sabía. Por razones políticas se le juzgó a
Sócrates como corruptor de las mentes de los jóvenes. Como castigo le dieron la pena de muerte. Le pasó a Jesús un ultraje tan grande. En el evangelio percibimos una huella del
rechazo que recibirá cuando llegue a Jerusalén.
Jesús ha
llegado a su propia aldea de Nazaret.
Tal vez sorprenda a sus aldeanos cuando se levanta a enseñar en la
sinagoga. Se conocía como carpintero
antes de salir para buscar a Juan en el desierto, pero ya habla con la
confianza de un doctor de la Ley. No se reporta
lo que Jesús dice pero tampoco es difícil imaginarlo de todo lo que precede en
el evangelio. Habla del Reino de Dios y
cómo ha que arrepentirse para conocerlo.
Dice que el Reino es como una semilla que crece para darnos todo tipo de
provecho desde sombra del calor hasta comida para la eternidad. Añade que el Reino exige que nos cambiemos de
los modos de la dominación, de la violencia, y del placer animal. Pues todos somos hermanos y hermanas con Dios
como nuestro Padre común.
A pesar
de su mensaje esperanzador la gente lo rechaza.
Parece el hecho que Jesús se crió entre ellos sólo es pretexto para no hacerle
caso. Más relevante es que su visión les
parece radical. Como gentes a través de
la historia ellos anhelan que la vida se vuelva como era en los días gloriosos
del pasado. Desean la supremacía sobre
los otros pueblos y la ventaja sobre sus vecinos. Quieren desear a otras mujeres, hacer chismes
contra aquellos de diferentes razas y religiones, y pensar siempre en el
“número uno”, eso es, no en Dios sino en sí mismo.
Como
resultado de su torpeza Jesús no puede mostrarles ninguna vislumbre de la
gloria del Reino. Sus palabras no les
transmiten mayor aprecio para el don de la vida. Sus acciones no les despiertan la esperanza
de la vida eterna. Sus curaciones quedan
en el rumbo físico sin tocar el espíritu.
Sus modos de alegría, de humildad, y de cariño caen como el agua de un
aspersor sobre el pavimento. Tiene que
dejar a su propia gente desconsolado. No
es tanto que la gente no quiera seguir a él sino que no quiere conocer a Dios. El rechazo por su propia gente le apenará
como la famosa espina en la carne que siente san Pablo en la segunda lectura. Pero, también como Pablo, sigue adelante
llevando el mensaje a otras aldeas.
¿Es
posible que nosotros seamos como la gente de Nazaret? Pensamos que conocemos a Jesús porque hemos
escuchado el evangelio desde la niñez.
Sabemos también de su madre, de sus discípulos, y de sus seguidores a
través de la historia. Sin embargo,
puede ser que seamos renuentes a convertirnos de los modos brutales. Una pareja enseña cómo la pornografía anda
como una epidemia arruinando las vidas de jóvenes. A lo mejor algunos de nosotros han sido
enganchados por esta travestía. Tal vez más
común muchos no tienen una misión en la vida más allá de nuestras familias de
sangre. No vemos a los enfermos en el
hospital como si fueran nuestros hermanos. No
enseñamos la doctrina a los niños como si fueran nuestros sobrinos. Jesús nos fortalece en esta Eucaristía para desengancharnos del pecado y para emprendernos en la misión. Jesús nos fortalece
para la misión.
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