EL VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO ORDINARIO
(Sabiduría7:7-11;
Hebreos 4:12-13; Marcos 10:17-30)
Hay un
mito de la antigüedad que puede ayudarnos entender el evangelio hoy. Según el mito, un diosito griego promete al
rey Midas cualquier cosa que desee. El rey escoge que cada cosa que toque se
convierta en oro. Concedido su deseo, el
rey Midas inmediatamente tiene oro en todos lados. Entonces descubre la tontería de su deseo. Pues no puede ni probar comida sin que ella también
haciéndose oro.
El
hombre del evangelio ya tiene una fortuna.
No se dice cómo ganó tanto dinero, pero evidentemente es una persona
industriosa. Pues pregunta a Jesús lo que
él tiene que hacer para alcanzar la vida eterna. Sin embargo, la vida eterna no es cosa que
pueda ganar una vez. Más bien, viene tan
lento como el crecimiento de un roble con la vida entregada al Señor. Como se dice, no es asunto de hacer sino de
ser. De todos modos el hombre no es
dispuesto a dejar sus riquezas para hacerse discípulo de Jesús. Como en el caso
del rey Midas, el oro lo tiene tan atado que no pueda conseguir lo que vale lo
máximo.
No
obstante, Jesús lo mira con amor. Pues, sabe
que el hombre es serio en la búsqueda del Reino. Jesús le pide que lo siga para que se llene
de la felicidad. Pero como se lo retrata
en pinturas de la escena famosa del Apocalipsis, Jesús sólo puede tocar la
puerta. Porque no tiene perilla, el otro
tiene que abrirle la puerta si va a tener a Jesús como compañero. Como al rico,
Jesús invita a cada uno de nosotros a seguirlo.
Pero no va a imponerse a nosotros tampoco. Nosotros tenemos que abrirle la puerta.
¿Es
necesario que la persona siempre venda sus pertenencias para alcanzar la vida
feliz? No, no es así en todos casos. Aunque Jesús indica que es dificilísima,
reconoce la posibilidad que los ricos también entren el Reino. Un sabio dijo: “No dejes que tu dinero se
alce más alto que tu bolsillo. Pues
puede entrar tu cabeza a arruinarla”.
Las riquezas no son malas en sí. En
varios casos los ricos se aprovechan de sus tesoros para socorrer a los
necesitados. Pero pueden desviarnos del
camino de la justicia. Como la vista de
un conejo llevará del sendero un perro de caza, así el dinero puede distraernos
de Dios.
La
segunda lectura nos recuerda de la necesidad de tomar en serio la palabra de
Dios. Dice que es más tajante que una
espada. Pero su filo no corta salchicha
sino penetra nuestros adentros. Nos
revela como dignos o no de la vida eterna.
Hay que recordar los cuatro p: el placer, el poder, la plata, o el prestigio. Si vivimos con corazón puesto en uno de ellos,
la palabra de Dios nos revelará como faltando la justicia. Pero si nos entregamos a los modos del Señor,
entonces la misma palabra va a indicar otra cosa. Va a mostrarnos al mundo como discípulos verdaderos
de Jesús. Va a mostrarnos como dignos de
la vida eterna.
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