Trigésimo Domingo Ordinario
(Eclesiástico
35:15-17.20-22; II Timoteo 4:6-8.16-18; Lucas 18:9-14)
Se dice
que la mejor manera de ver al papa Francisco es asistir en su misa diaria. Cada día Francisco se levanta a las 4:45 para
orar y preparase para la misa. A las 7
comienza la misa llevando ornamentos sencillos.
Su homilía tanto expresiva como corta es su Tweet al mundo entero. Después de la misa se sienta para orar de
nuevo, a menudo entre la gente en las bancas.
Entonces se para para acogerse fuera de la capilla de cada persona
presente. Ante Dios y ante la gente el
papa Francisco se presenta como persona humilde. Así se conforma con la enseñanza de Jesús en
el evangelio hoy.
Jesús da
una parábola describiendo a dos orantes.
Los dos están hablando con
Dios. El fariseo trata a Dios como si
fuera otro hombre. No hay nada malo de
esto. Pues Dios quiere que nos
relacionemos con él como amigo. Por esta
razón vino en forma humana. Sin embargo,
las palabras del fariseo indican persona más impresionada por su vida propia
que por la gracia de Dios. Sí es verdad
que dice: “Dios mío, te doy gracias…”.
Pero sigue: “No soy como los demás hombres…Ayuno… y pago
el diezmo…” Es como si quiere elogios de
Dios y nada del consejo, mucho menos del perdón.
Entretanto
el publicano queda al fondo del Templo.
También habla con Dios pero en tonos más solemnes. En lugar de contar sus logros, reconoce sus
faltas. Es posible que sea tan justo
como Zaqueo, otro publicano que aparecerá pronto en el relato de Lucas. Sin embargo, él sabe que ante Dios todos
hombres son como alumnos energéticos del cuarto grado. Eso es a decir que somos siempre culpables de
un delito u otro, sea robar mil dólares o maldecir a otro chofer. Con este hecho firmemente en cuenta el
publicano no puede decir más que: “Dios mío, apiádate de mí…”
Es
cierto que deberíamos ser humildes ante Dios.
Pero ¿es necesario que seamos humildes ante los demás humanos? Vale la pena indagar la pregunta. Para nosotros creyentes la humildad es el
reconocimiento de que todas cualidades buenas que tenemos son de Dios. Cuando consideremos la cosa, vemos que cada persona
humana tiene cualidades buenas que no poseemos nosotros. Una persona es muy organizada de modo que cumpla mucho. Entretanto otra persona es más acomodadora
pero menos capaz a terminar trabajo en el tiempo indicado. Los dos tienen que reconocer la virtud del
otro como don de Dios. Es decir que los
dos tienen que ser humildes ante uno y otro.
Una
cualidad buena que llama atención hoy es la capacidad de soportar el
sufrimiento. Muchos han tenido que sufrir
terriblemente. Estar en presencia de
sobrevivientes de cáncer deberían hacernos humildes. También conocer a refugiados que han
experimentado la pérdida de familiares y de viviendas debería despertarnos. Evidentemente Dios les ha permitido a sufrir
para probar su carácter y para engrandecer lo nuestro. Cuando nos compadezcamos de ellos, podemos
agradecer a Dios por habernos hecho más
nobles de espíritu.
Hace
muchos años hubo en un periódico una foto de un soldado americano doblándose
para recoger a un bebé haitiano del suelo.
Quedaron los lectores del periódico pensando que ese soldado jamás se
paró tan alto. Es igual con cada acto de
humildad que actuamos. Jamás nos paramos
tan altos como cuando nos humillemos para ayudar a persona en necesidad. Jamás nos paramos tan altos como cuando nos
humillemos para ayudar al necesitado.
1 comentario:
Gracias Padre. Dios lo bendiga
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