CUARTO DOMINGO DE CUARESMA
(Josué
5:9.10-12; II Corintios 5:17-21; Lucas 15:1-3.11-32)
Nos
sombramos cuando escuchamos que Dios “hizo (a Cristo) ‘pecado’ por
nosotros”. Nos preguntamos: ¿Cómo podría
un hombre hacerse pecado? Aun si es
posible por hombre ordinario, ¿cómo sería posible por Jesucristo? Una cosa es cierta. Pablo no quiere decir que Cristo era
pecador. Más bien hacerse pecado es humillarse plenamente. Es reducirse a las condiciones de la gente
pecadora cuando podría mantenerse en la felicidad eterna. Igual que el Padre Horacio se hizo a sí mismo
sufrir como hombres de la calle, Cristo se hizo sufrir como los demás hombres.
También
como el padre McKenna, Cristo se hizo como pecado para mostrar el amor de Dios
Padre. Vemos la ilustración de este amor
en el evangelio hoy. Se reconoce
regularmente hoy en día que el nombre usado para la parábola es
equivocado. Propiamente hablada, no es
la historia del “hijo prodigo” sino del padre con amor prodigioso. Tiene amor para todas sus criaturas
representadas en la historia por el hijo que hace bien y el hijo que hace
mal. Sin embargo, los dos tiene
dificultad sentir el calor de este amor.
Por esta razón el menor pide su herencia y se marcha. Por la misma razón el hijo mayor reniegue
cuando el padre festeja a su hijo regresado.
A lo
mejor la mayoría de nosotros conocemos los sentimientos del hijo mayor. Pues, al igual que él trabajamos duro. Al igual que él siempre guardamos las reglas.
Y al igual que él sin duda, practicamos
la religión. Como el hijo mayor nos
sentimos que el padre está desgastando su precioso amor en el otro hijo. Pensamos que el joven merece un reproche, no
una túnica. En lugar de darle una fiesta
diríamos que el joven debería comer solo hasta que compruebe su contrición.
El
problema es que pensamos en el amor como si fuera dólares en una cuenta de
banco. Lo vemos como finito de modo que
si la otra persona recibe una cantidad de dólares, entonces quedará tanto menos
por nosotros. Pero el amor no es
así. Es cosa espiritual, no
material. Crece no disminuye con el
reparto. Particularmente el amor de Dios es infinito. Dios prodiga su amor a cada uno de sus hijos
e hijas con otras cantidades para los demás.
Realmente Dios es la fuente inagotable del amor.
La
parábola termina con el hijo mayor en duda: ¿va a abrirse al amor de su padre
por entrar en la fiesta o va a rechazar la oferta? Tiene que decidir, pero no es fácil. Si queda afuera, no sólo tendría su orgullo
intacto sino que podría hacer cualquiera travesía que le dé la gana. Podría contar con asociados en su
miseria. Esto es el dilema de todos
nosotros también. ¿Queremos enterrar
nuestro orgullo para vivir en el amor de Dios siguiendo sus leyes y anticipando
su felicidad? O quizás preferimos nuestros deseos insidiosos para tratar a los
demás como platos descartables.
Se dice
que los hijos mayores casi siempre son criados con muchas reglas. Entretanto sus hermanos menores son tratados
con la permisividad. ¿Es razón de
quejarse? No lo creemos. Pues los hijos criados con reglas aprenden la
necesidad de la orden desde muy joven. Y
los hijos que conocen más permisividad tal vez tengan más creatividad. Todos son benditos si sus padres les aman
como Dios. Son benditos si sus padres les aman.
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