El domingo, 31 de marzo de 2019


CUARTO DOMINGO DE CUARESMA 

(Josué 5:9.10-12; II Corintios 5:17-21; Lucas 15:1-3.11-32)


 El Padre Horacio McKenna era un sacerdote jesuita.  Amó a los pobres e hizo mucho para aliviar su carga.  Una vez cuando tenía de setenta y  cinco años Padre McKenna durmió en el asilo para los desamparados.  Por supuesto, tenía su propia recamara en la rectoría.  Sólo quería saber cómo se les trataban a los desamparados.  De un sentido el Padre McKenna era como San Pablo describe a Cristo en la segunda lectura hoy.

Nos sombramos cuando escuchamos que Dios “hizo (a Cristo) ‘pecado’ por nosotros”.  Nos preguntamos: ¿Cómo podría un hombre hacerse pecado?  Aun si es posible por hombre ordinario, ¿cómo sería posible por Jesucristo?  Una cosa es cierta.  Pablo no quiere decir que Cristo era pecador.  Más bien hacerse pecado es humillarse plenamente.  Es reducirse a las condiciones de la gente pecadora cuando podría mantenerse en la felicidad eterna.  Igual que el Padre Horacio se hizo a sí mismo sufrir como hombres de la calle, Cristo se hizo sufrir como los demás hombres.

También como el padre McKenna, Cristo se hizo como pecado para mostrar el amor de Dios Padre.  Vemos la ilustración de este amor en el evangelio hoy.  Se reconoce regularmente hoy en día que el nombre usado para la parábola es equivocado.  Propiamente hablada, no es la historia del “hijo prodigo” sino del padre con amor prodigioso.  Tiene amor para todas sus criaturas representadas en la historia por el hijo que hace bien y el hijo que hace mal.  Sin embargo, los dos tiene dificultad sentir el calor de este amor.  Por esta razón el menor pide su herencia y se marcha.  Por la misma razón el hijo mayor reniegue cuando el padre festeja a su hijo regresado.

A lo mejor la mayoría de nosotros conocemos los sentimientos del hijo mayor.  Pues, al igual que él trabajamos duro.  Al igual que él siempre guardamos las reglas.  Y al igual que él sin duda, practicamos la religión.  Como el hijo mayor nos sentimos que el padre está desgastando su precioso amor en el otro hijo.  Pensamos que el joven merece un reproche, no una túnica.  En lugar de darle una fiesta diríamos que el joven debería comer solo hasta que compruebe su contrición.

El problema es que pensamos en el amor como si fuera dólares en una cuenta de banco.  Lo vemos como finito de modo que si la otra persona recibe una cantidad de dólares, entonces quedará tanto menos por nosotros.  Pero el amor no es así.  Es cosa espiritual, no material.  Crece no disminuye con el reparto. Particularmente el amor de Dios es infinito.  Dios prodiga su amor a cada uno de sus hijos e hijas con otras cantidades para los demás.  Realmente Dios es la fuente inagotable del amor.

La parábola termina con el hijo mayor en duda: ¿va a abrirse al amor de su padre por entrar en la fiesta o va a rechazar la oferta?  Tiene que decidir, pero no es fácil.  Si queda afuera, no sólo tendría su orgullo intacto sino que podría hacer cualquiera travesía que le dé la gana.  Podría contar con asociados en su miseria.  Esto es el dilema de todos nosotros también.  ¿Queremos enterrar nuestro orgullo para vivir en el amor de Dios siguiendo sus leyes y anticipando su felicidad? O quizás preferimos nuestros deseos insidiosos para tratar a los demás como platos descartables.

Se dice que los hijos mayores casi siempre son criados con muchas reglas.  Entretanto sus hermanos menores son tratados con la permisividad.  ¿Es razón de quejarse?  No lo creemos.  Pues los hijos criados con reglas aprenden la necesidad de la orden desde muy joven.  Y los hijos que conocen más permisividad tal vez tengan más creatividad.  Todos son benditos si sus padres les aman como Dios. Son benditos si sus padres les aman.

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