EL TERCER DOMINGO DE ADVIENTO
(Isaías
61:1-2.10-11; I Tesalonicenses 5:16-24; Juan 1:6-8.19-28)
Hay una historia macabra de San
Lorenzo. Él era mártir romano del tercer
siglo. Sus verdugos estaban quemándolo
vivo. En el medio del proceso San
Lorenzo les bromeó: “Asado está, gíralo y cómelo”. ¿Cómo puede el mártir ir a
la muerte con un chiste en sus labios?
Es porque tiene la alegría de saber que está cerca de la vida
eterna. Por la misma razón San Pablo en
la segunda lectura aconseja a los tesalonicenses: “Vivan siempre alegres”.
El profeta en la primera lectura también se
alegra a pesar de que ha sido encargado con muchas tareas. Tiene que anunciar la buena nueva, curar
corazones quebrados, proclamar el perdón, y pregonar la gracia. Sin embargo, se llena de júbilo porque Dios
lo ha cubierto con la justicia. Es cómo
se siente el universitario a cargo del discurso de despedida. Aunque enfrenta un reto grande, tiene el gozo
en su corazón.
Todo el mundo quiere la felicidad. La persona humana es creada con este anhelo
dentro su alma. Desgraciadamente muchos
confunden la felicidad con el placer.
Dicen que están feliz mirando su equipo de futbol con una cerveza en una
mano y papitos en la otra. No es
necesariamente malo tomar cerveza, pero tampoco constituye la felicidad. Ya estamos entrando la temporada con los más
grandes placeres. Vale la pena demorar
un poco para examinar la diferencia entre la felicidad y el placer en sus
raíces.
El placer tiene que ver con los sentidos
corporales. Es una sensación
agradable. Deviene del contacto con
algún bien exterior: el sabor de chocolate, el toque del amante, el sonido del
violín, etcétera. El placer no dura sino
disminuye tan pronto como se pierda contacto con el bien. El placer se opone al
dolor. Los dos no pueden existir a la
misma vez. No se puede disfrutar helados si
su lengua está quemada. También, el placer
siempre es experiencia individual. Si
trata de compartir el placer, se disminuye.
Por ejemplo, muchos han tomado placer fumando cigarros. Si la persona
comparte su cigarro con otra persona, sacará sólo la mitad del placer.
La felicidad es tomar el gozo en la
verdad. Para saber lo que es la
felicidad, tenemos que ver primero el gozo.
El gozo tiene que ver con el espíritu, no con los sentidos. Es la satisfacción que tenemos cuando
cumplimos una obra buena. El gozo no es opuesto al dolor. Más bien, nace del dolor aceptado con la
valentía y el amor. Es el
sobrecogimiento que tiene la mujer después de dar a luz a un bebé. Es la exuberancia que tiene el deportista
después de cumplir un maratón. El gozo
no disminuye cuando se comparte sino crece.
En el evangelio Juan duplica el gozo cuando anuncia a las demás la
grandeza de él que viene.
Durante el tiempo navideño disfrutamos
manjares, licores, y días de descanso. Estas
cosas producen placeres considerables.
Sin embargo, no comparan con el gozo por haber luchado por el bien de nuestras
familias. Si hemos mantenido a todos en
la casa unidos y seguros durante la pandemia, tenemos el espíritu feliz. Aún si alguien hubiera contraído el virus, si
siente nuestro cuidado de ellos, sentimos el gozo. Si vamos a la misa en el veinticuatro para reverenciar
al Salvador, comeremos el pavo en el veinticinco mayor contentos.
Un sabio sugiere tres maneras para sentir
el gozo navideño durante este año de la pandemia. Primero, aun si no podemos asistir en la misa
navideña, podemos rezar con la familia.
Sería bueno después de leer el relato de la primera Navidad en Lucas que
recemos por los viajeros y pobres.
Segundo, que imitemos a la Virgen, la gran protagonista de
Adviento. Particularmente su humildad sirve
como testimonio a Dios que se humilló para hacerse hombre. Finalmente, aun si no podemos reunirnos con
todos miembros de la familia, podemos practicar la unidad. Pidiendo el perdón por haber ofendido a uno a
otro, podemos emerger del confinamiento más íntegros que nunca. En estas maneras realizaremos el verdadero
significado de tener al Salvador en nuestra presencia.
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