VIGÉSIMA OCTAVO DOMINGO ORDINARIO
(Sabiduría
7:7-11; Hebreos 4:12-13; Marcos 10:17-30)
Una vez había programa de televisión llamado “La pregunta
que vale sesenta y cuatro miles de dólares”. El anfitrión preguntaba al
concursante preguntas cuyas respuestas correctas valieron diferentes cantidades
de plata, cada vez mayor. Por supuesto,
las preguntas se hicieron cada vez más difíciles hasta la última pregunta que
valió sesenta y cuatro miles de dólares.
En el evangelio hoy el rico le hace a Jesús un interrogante que vale aún
más de sesenta y cuatro mil.
El hombre dice a Jesús: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para
alcanzar la vida eterna?” Es hombre cumplido.
No sólo ha acumulado mucho dinero sino también ha seguido la Ley de
Dios. Sin embargo, sabe que le falta
alguna cosa en su vida. Nosotros también
tendremos esta inquietud. A veces nos
sentimos vacíos después de haber cumplido todas las reglas. Decimos la
verdad. Trabajamos asiduamente. Cuidamos a nuestros padres. Damos a los pobres. No obstante, nos
preguntamos si todos estos hechos valen la pena. No nos sentimos que como vamos a llegar a
nuestro destino. Nos imaginamos que
seamos como los perros en el circo solo saltando por aros.
Jesús responde al hombre de manera sorprendente. Le pregunta por qué le llama “bueno”. ¿No sabía que sólo Dios es bueno? Jesús no está implicando que él es Dios. En esta época de su vida, Jesús mira al Padre
con tan gran respeto que no pueda identificarse con él. Sin embargo, la pregunta del hombre y la
respuesta de Jesús nos hace pensar: ¿Qué tenemos que hacer para hacernos
mejores hombres o mujeres?
Entonces reconocemos la necesidad de arrepentirnos no solo
una vez sino muchas veces. Cada vez que
nos arrepintamos, nos veremos a nosotros mismos más cerca al Padre. Cuando dejemos la fascinación con cosas
lascivas, quedaremos más como Dios.
Cuando dejemos la necesidad de hablar de nuestros logros para escuchar a
los demás, nos acercaremos a Dios.
Entonces nos pasa algo casi imposible a describir. Descubrimos que nos hemos enamorado de
Dios. Sentimos muy dentro de nuestros
interiores el deseo para su bondad, su verdad, su belleza. Nada menos que él puede satisfacernos. Esto es el principio de la vida eterna.
Para ayudarnos alcanzar nuestro destino, Dios nos ha
regalado su palabra, las Escrituras.
Como dice la segunda lectura es más penetrante que una espada de dos
filos. Un filo nos acusa del pecado – el
soberbio, las mentiras, la flojera. El
otro filo nos asegura del amor de Dios que sobrepasa todo entendimiento, toda
racionalidad. Meditando en la palabra de
Dios todos los días, llegamos a la conclusión que es veraz. Dios me ama a pesar de mi falta de virtud.
“Bésame, bésame mucho” son las palabras de una canción particularmente romántica. Nos hacen pensar en dos amantes jóvenes. Al primer pensamiento no imaginamos que uno de tales amantes puede ser Dios. Entonces nos damos cuenta de que amable, que veraz, que bella es Dios. Estamos enamorándonos de él. Sentimos que no nos falta nada. Todo estará bien. Queremos ser cada vez más como él. Hemos alcanzado el principio de la vida eterna.
PARA LA REFLEXIÓN: ¿Jamás he sentido enamorado con Dios? ¿Qué me pasó? ¿Qué hice? ¿Querría tener esta pasión de nuevo?
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