EL TRIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO
(Jeremías 31:7-9; Hebreos 5:1-6; Marcos 10:46-52)
No hace mucho una canción con tema religioso ganó mucha atención. “Todas las creaturas de Dios” cuenta del coro
de animales alabando al Creador. Dice:
“Todas las creaturas tienen un puesto en el coro; algunos cantan bajo y algunos
más alto”. El coro significa la Iglesia
de Dios que abarca hombres y mujeres de diferentes caminos de vida. Por los últimos tres domingos hemos oído en
el evangelio a Jesús llamando a diferentes tipos de personas a sí mismo.
Hace dos semanas Jesús recomendó al rico que dejara su dinero para los
pobres y lo siguiera. El domingo pasado
Jesús permitió que los dos hermanos arrogantes, llamados al principio del
evangelio, quedaran en su compañía a pesar de su petición escandalosa. Hoy Jesús llama al atrevido mendigo ciego
Bartimeo a su presencia. Estos hombres
representan la gama de personas que habitan el mundo. Sea implícita o explícitamente, todo el mundo
recibe el llamamiento de seguir al Señor.
Jesús siempre llama a la persona con el amor. El evangelio explicita que Jesús miró al rico
con amor cuando lo llamó. A los hermanos
Jesús mostró su amor por explicarles con calma los modos de su reino. Ahora Jesús muestra la misericordia al
mendigo cuando lo escucha gritando su nombre.
Nos tiene el amor para nosotros también.
Sabe de nuestros apuros y obligaciones.
Quiere ayudarnos superar estos retos.
Tan bueno como es Jesús, no podemos fallar enamorarnos con él. Él se hace el objetivo de nuestra vida. Esto es lo que pasa a Bartimeo. Después de recibir la vista, no puede hacer
nada sino seguir al Señor. La historia
nos recuerda de un cine acerca de los siete monjes que fueron martirizados en
Argelia hace treinta años. Un monje era
médico que tuvo consultorio en el monasterio para la gente del pueblo. Un día una muchacha musulmana le preguntó cómo
es enamorarse. El monje respondió: “Es
una atracción, un deseo, un avivamiento de los espíritus, una intensificación
de la vida misma". Entonces le
preguntó la muchacha si él jamás se había enamorado. El monje respondió que sí, un número de
veces. Siguió ella preguntando: “¿Por
qué nunca se casó?” El hombre le explicó
que encontró un amor más grande que le llevó al monasterio. Por supuesto, este amor que encontró era Jesucristo.
Sin embargo, no es necesario que el amor para Jesús nos lleve a un
monasterio. Puede llevarnos a un
matrimonio con Cristo al núcleo o a la vida soltera entregada al bien de los
demás. Nuestro amor para Cristo tiene
formas diferentes, pero cada cual es caracterizado por el sacrificio y la
obediencia a sus mandatos.
Enamorarse con Jesús cambia nuestra perspectiva. Arreglamos de nuevo nuestros valores. En lugar de tener la riqueza o la importancia
como la meta de nuestra vida, damos la prioridad siempre a Jesús. Actuamos como Bartimeo. Al curarse de la ceguera, él no regresa a
casa para compartir con la familia la maravilla lo que experimentó. Mucho menos demora para recoger las monedas
que le han dado. No, él sigue a Jesús inmediatamente
a Jerusalén.
¿Es posible que nosotros nos enamoremos con Jesús? ¿No es que vivió hace dos mil años? ¿Cómo podemos aun conocerlo hoy en día? No, Jesús es vivo y habita entre
nosotros. Lo escuchamos al menos
semanalmente por el evangelio que nos relata su amor. Lo vemos en los pobres que viven con ambas la
humildad y la integridad. Sobre todo, lo
encontramos en el Pan del Altar que nos fortalece para superar los retos de la
vida.
Para la reflexión: ¿Cómo he sentido el amor de Jesús? ¿Cambié mi vida como respuesta a este amor?
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