EL SEXTO DOMINGO DE PASCUA
(Hechos
15:1-2.22-29; Apocalipsis 21:10-14.22-23; Juan 14:23-29)
En una
historia dos choferes llegan al aparcamiento al mismo tiempo. Queda espacio para solo un coche. Los hombres comienzan a discutir sobre quien
tendrá el lugar. Entonces un hombre saca
pistola y dispara al otro. Un chico que
ve el crimen pregunta: “¿Realmente se le mató un hombre por un espacio de
estacionamiento?” No era solamente por un estacionamiento. Había más en juego
que esto.
Con mayor
probabilidad no vamos a matar a otra persona por un estacionamiento. Sin embargo, el enojo puede movernos hacer
cosas que lamentaremos. Palabras echadas
en el enojo pueden causar la pérdida de amigos.
Podemos lastimar a un hijo mental si no físicamente por un golpe
entregado en la furia. ¿Cómo es que el enojo puede correr fuera del control aun
en nosotros?
Cuando
percibimos una injusticia, reaccionamos con el enojo. Por eso, el enojo no es necesariamente
malo. Las Madres en Contra de Manejar Inebrio
han sido energizadas por el enojo. Sus
esfuerzos han resultado en una mayor conciencia de la responsabilidad cuando
manejamos. Sin embargo, a veces no
atinamos la percepción correcta de la injusticia. Por el orgullo pensamos que si una cosa se
hace inconveniencia para mí es injusticia.
Por orgullo estamos inclinados a hacernos enojados con el chofer
enfrente de nosotros manejando el límite legal.
El orgullo nos hace considerar a nosotros mismos como mejor que en
realidad somos.
De alguna
manera tenemos que conquistar el orgullo para que no nos enojemos
injustamente. De hecho, superando el
orgullo podemos controlar todas las emociones fuertes o, mejor decir,
pasiones. Tenemos que superar el orgullo
– el amor del yo -- para que no busquemos a la mujer o el hombre de otra persona. Tenemos que controlar el orgullo para que no
tomemos demasiado sol en la playa. En el
evangelio hoy Jesús nos da la clave para controlar el orgullo.
Está
respondiendo a la inquietud de un discípulo: “’¿Por qué te vas a manifestar a
nosotros y no al mundo?’” Dice que se
revela a sus discípulos porque ellos lo aman y cumplen sus mandamientos. Para controlar el orgullo, el amor del yo,
tenemos que amar a Jesús sobre todo.
Esto no es difícil porque es la persona perfecta. La mayoría de nosotros reconoce a nuestra
madre o nuestro padre como más generoso o sabio que nosotros. Por nuestro conocimiento de Jesús en los
evangelios debemos decir que él es aún mejor.
Él merece nuestro amor y obediencia.
Pero no es
solo por nuestro esfuerzo propio que controlamos el orgullo, el enojo y las
otras pasiones. Jesús nos ayuda con su
paz. No es la paz transitoria que
sentimos al final de un día pero esfumará como un sueño el día siguiente. No, la paz que nos ofrece Jesús es la paz que
ningún dolor, ninguna dificultad puede robarnos. Es la paz de saber que nuestro destino es la
vida eterna con él. Una vez por la
amenaza de una tormenta invernal una universidad anunció que iba a cerrar unos
días antes del fin del semestre. Una
universitaria de un lugar lejos de la universidad se quedó en el dormitorio.
Sus compañeras le preguntaron cómo iba a volver a casa. Ella respondió que su padre prometió a
recogerla. “Pero él no puede llegar acá
en medio de una nevada”, objetaron sus amigas.
Ella respondió: “Solamente sé que si padre me dijo que iba a venir para
mí, él llegará”. Somos aún más seguros
que Jesús vendrá para darnos la vida eterna.
Nada más cuenta mucho cuando tenemos la paz que viene con la garantía de
la vida eterna.
¿Cómo
conquistar el enojo? Hemos oído de remedios
caseros como salir y gritar el más fuertemente como posible. Pero Jesús nos ofrece un modo más sencillo y
efectivo. Conquistaremos el enojo y
todas las otras pasiones cuando aceptemos su paz. Es la garantía de un espacio de
estacionamiento en la vida eterna. Es la
superación del orgullo por reconocer a Jesús como mejor que nosotros. Es tenerlo como amigo para siempre.
Para la
reflexión: ¿Cuándo has sentido la paz de Jesús?
¿Qué hiciste cuando sentía esta paz?
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