El domingo, 10 de julio de 2022

 DECIMOQUINTO DOMINGO ORDINARIO

(Deuteronomio -20; 30:10-14; Colosenses 1:15-20; Lucas 10:25-37)

El evangelio hoy comienza con dos preguntas.  El doctor de la ley pregunta a Jesús de cómo conseguir la vida eterna. Jesús le responde con su propia pregunta: “’¿Qué es…escrito en la ley?’”  Eventualmente se nos proveen respuestas para estos interrogantes.  La ley prescribe que se lo ame a Dios sobre todo y también al prójimo.  Y se consigue la vida eterna por ayudar al prójimo.  Quiero agregar dos preguntas de más para sacar aún más provecho de este pasaje dorado. La primera es: ¿Qué es la vida eterna? La segunda se encuentra en los labios del doctor: “’¿Quién es mi prójimo?’”.

Se habla mucho de la vida eterna en el Nuevo Testamento.  Varios teólogos y otros escritores han comentado en el concepto de modo que haya muchas respuestas.  Algunos piensan en la vida eterna como si fuera una isla donde el alma puede mirar la maravilla de Dios.  Tienen en mente la “visión beatífica” en que, según San Pablo, vemos a Dios “cara a cara”. Otros consideran la vida eterna como una mesa familiar alrededor de que se reunirán nuestras almas propias con las de nuestros seres queridos.  Curiosamente aquellos que sostienen esta interpretación casi no incluyen a Dios en su esperanza.  Aun otros anticipan la vida eterna como un mundo renovado.  Allí viviremos, cuerpo y alma, con gentes de todas razas, medios, aún religiones junto con el Señor Jesús resucitado.  No esperan una existencia ociosa sino una de la cooperación harmoniosa para perfeccionar la vida comunitaria. 

Parece que esta tercera interpretación es la más provechosa del punto de vista del Nuevo Testamento.  Si Jesús resucitó de entre los muertos corporalmente, entonces debe ser el destino de todos que lo sigan.  Es cierto que los habitantes de la vida eterna tendrán que esperar hasta el fin del tiempo para la reunificación de sus cuerpos con sus almas.  Pero se aprovecharán del tiempo para purgarse de sus defectos, incluyendo la falta de aprecio para personas de otros géneros de gente.  Si se reconocen como santos, entonces este estado intermedio puede servir como oportunidad de conocer mejor las características de otros géneros

En cuanto a la otra pregunta, "'¿Quién es mi prójimo?'", podemos proponer otras tres respuestas posibles.  Solemos pensar en el hombre o la mujer que vive en la casa a la par de nuestra como nuestro prójimo.  Pero sabemos que la palabra “prójimo” tiene un alcance más allá que el vecindario.  El prójimo es cualquier persona que muestra buena voluntad hacia mí.  Si otra persona me dice, “Buenos días”, ella es mi prójima.  Puede estar en Dinamarca o el D.F., no importa en este sentido extendido de la palabra.  Sin embargo, según Jesús en la parábola hoy, el prójimo incluye a aquel que no le importemos.  Es la persona que nos mira con disgusto, aún la persona que nos hace muecas.  Es nuestro prójimo porque lo que hace a uno “prójimo” no es cómo él o ella vea a nosotros sino cómo nosotros vemos a él o ella.  El Señor Jesús nos ha redimido con su amor de modo que pudiéramos ver a los demás con amor. En otras palabras, Jesús murió por nosotros para que pudiéramos ser prójimos a todos.

La madre de uno de los mejores párrocos en una diócesis era persona que amó a todos.  Su hijo, el sacerdote, decía de ella: “Jamás ha encontrado a un extranjero”.  Al anciano o la niña, negra o blanco, vestido en seda o en sayal, la señora le saludaría y comenzaría una conversación.  No es sorpresa entonces que su hijo fue tal gran sacerdote.  Como su madre, él amó a todos.

Ahora posiblemente podemos entender mejor la vida eterna.  Será la ocasión para el mundo entero a conocer a uno a otro como prójimos.  Quizás no todas personas que han existido serán incluidas en este número.  Pues varios han rechazado el amor que nos ha extendido Dios en Jesucristo.  Pero para aquellos que han escogido a seguir a Jesús, él los presentará a los demás.  Esperémonos que seamos entre este número dichoso.

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