DECIMOQUINTO DOMINGO ORDINARIO
(Deuteronomio -20; 30:10-14; Colosenses 1:15-20; Lucas
10:25-37)
El evangelio hoy comienza con dos preguntas. El doctor de la ley pregunta a Jesús de cómo
conseguir la vida eterna. Jesús le responde con su propia pregunta: “’¿Qué
es…escrito en la ley?’” Eventualmente se
nos proveen respuestas para estos interrogantes. La ley prescribe que se lo ame a Dios sobre
todo y también al prójimo. Y se consigue
la vida eterna por ayudar al prójimo.
Quiero agregar dos preguntas de más para sacar aún más provecho de este
pasaje dorado. La primera es: ¿Qué es la vida eterna? La segunda se encuentra
en los labios del doctor: “’¿Quién es mi prójimo?’”.
Se habla mucho de la vida eterna en el Nuevo
Testamento. Varios teólogos y otros
escritores han comentado en el concepto de modo que haya muchas
respuestas. Algunos piensan en la vida
eterna como si fuera una isla donde el alma puede mirar la maravilla de
Dios. Tienen en mente la “visión
beatífica” en que, según San Pablo, vemos a Dios “cara a cara”. Otros
consideran la vida eterna como una mesa familiar alrededor de que se reunirán
nuestras almas propias con las de nuestros seres queridos. Curiosamente aquellos que sostienen esta
interpretación casi no incluyen a Dios en su esperanza. Aun otros anticipan la vida eterna como un
mundo renovado. Allí viviremos, cuerpo y
alma, con gentes de todas razas, medios, aún religiones junto con el Señor
Jesús resucitado. No esperan una
existencia ociosa sino una de la cooperación harmoniosa para perfeccionar la
vida comunitaria.
Parece que esta tercera interpretación es la más provechosa
del punto de vista del Nuevo Testamento.
Si Jesús resucitó de entre los muertos corporalmente, entonces debe ser
el destino de todos que lo sigan. Es
cierto que los habitantes de la vida eterna tendrán que esperar hasta el fin
del tiempo para la reunificación de sus cuerpos con sus almas. Pero se aprovecharán del tiempo para purgarse
de sus defectos, incluyendo la falta de aprecio para personas de otros géneros
de gente. Si se reconocen como santos,
entonces este estado intermedio puede servir como oportunidad de conocer mejor
las características de otros géneros
En cuanto a la otra pregunta, "'¿Quién es mi
prójimo?'", podemos proponer otras tres respuestas posibles. Solemos pensar en el hombre o la mujer que
vive en la casa a la par de nuestra como nuestro prójimo. Pero sabemos que la palabra “prójimo” tiene
un alcance más allá que el vecindario.
El prójimo es cualquier persona que muestra buena voluntad hacia
mí. Si otra persona me dice, “Buenos
días”, ella es mi prójima. Puede estar
en Dinamarca o el D.F., no importa en este sentido extendido de la
palabra. Sin embargo, según Jesús en la
parábola hoy, el prójimo incluye a aquel que no le importemos. Es la persona que nos mira con disgusto, aún
la persona que nos hace muecas. Es
nuestro prójimo porque lo que hace a uno “prójimo” no es cómo él o ella vea a
nosotros sino cómo nosotros vemos a él o ella.
El Señor Jesús nos ha redimido con su amor de modo que pudiéramos ver a
los demás con amor. En otras palabras, Jesús murió por nosotros para que
pudiéramos ser prójimos a todos.
La madre de uno de los mejores párrocos en una diócesis era
persona que amó a todos. Su hijo, el
sacerdote, decía de ella: “Jamás ha encontrado a un extranjero”. Al anciano o la niña, negra o blanco, vestido
en seda o en sayal, la señora le saludaría y comenzaría una conversación. No es sorpresa entonces que su hijo fue tal
gran sacerdote. Como su madre, él amó a
todos.
Ahora posiblemente podemos entender mejor la vida
eterna. Será la ocasión para el mundo
entero a conocer a uno a otro como prójimos.
Quizás no todas personas que han existido serán incluidas en este
número. Pues varios han rechazado el
amor que nos ha extendido Dios en Jesucristo.
Pero para aquellos que han escogido a seguir a Jesús, él los presentará
a los demás. Esperémonos que seamos
entre este número dichoso.
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