TERCER DOMINGO DE LA PASCUA
(Hechos 3.13-15.17-19; I Juan 2:1-5; Lucas 24:35-48)
Tal vez
ustedes hayan percibido cómo no se usa el Antiguo Testamento en las misas
durante el tiempo pascual. La Iglesia
destaca lecturas de los Hechos de los Apóstoles en las
misas del resto del año aparecen lecturas del Pentateuco, los profetas, o los
otros escritos del Antiguo Testamento.
La lectura
hoy enfoca en la predicación de los apóstoles.
Pedro y Juan acaban de curar a un paralítico. La gente queda asombrada con el milagro
cuando Pedro toma la palabra para explicar cómo pasó. Bajo la influencia del Espíritu Santo, habla
con audacia. Dice que la cura fue hecha
en el nombre de Jesús a quien ellos entregaron al verdugo. Entonces modera su tono con un pretexto. Dice que los judíos no sabían lo que estaban
haciendo cuando exigieron que Pilato condenara a Jesús a la muerte.
No obstante,
los judíos todavía tienen que arrepentirse. Pedro dice, en efecto, que era su
orgullo que no les permitió reconocer lo que estaban haciendo. Su confianza exagerada en sus líderes les
impidió ver la verdad que Jesús enseñaba y la bondad que mostraba. Pudiera
haber dicho también que no resistieron el deseo para la violencia, que queda en
el corazón humano como un impulso primitivo.
La llamada de Pedro a la conversión incluye las decenas de modos en los
cuales los hombres fallan a cumplir la voluntad de Dios: la falta de respeto a
Dios, la avaricia, la lujuria, la mentira, etcétera.
Tenemos que
escuchar el sermón de Pedro como dirigido a nosotros tanto como a los
judíos. Aunque tenemos al Espíritu Santo
para ayudarnos, a veces fallamos. Las
atracciones de fortuna y fama que vemos en los criminales más perniciosos como
Pablo Escobar o las escandalosas estrellas de Hollywood nos impulsan a
traicionar las virtudes que nuestros madres y padres nos enseñaron. En lugar de obedecer la voz de Dios en
nuestras conciencias, la ignoramos. Pensamos que somos limitados solo por la
ley civil y, aun con esto, por la capacidad de la policía de capturar a
nosotros haciendo algo criminal.
La llamada
de Pedro no es diferente de la de Jesucristo.
Ninguno de los dos está amenazándonos con los fuegos del infierno. Más bien ambos quieren que conozcamos la
misericordia infinita de Dios. Jesús no va
a regañarnos por haber pecado sino regalarnos por haber discernido la luz de la
verdad. Sí es cierto que aquellos que
insisten que no les importa Dios, van a ser dejado en las tinieblas. Allá experimentarán el remordimiento de haber
escogido la fantasía del engrandecimiento del yo al amor de Dios. Pero la verdadera lástima es lo que se les extrañará.
San Agustín
vivía por sí mismo hasta que un día encontró la verdad en una Biblia. Por casualidad abrió el libro a donde Pablo
escribe: "...basta de excesos en la comida y en la bebida, basta de
lujuria y libertinaje, no más peleas ni envidias. Por el contrario, revístanse
del Señor Jesucristo, y no se preocupen por satisfacer los deseos de la carne".
Más tarde Agustín tenía que admitir cómo
apenas logró el mejor tesoro de la vida.
Escribió en sus Confesiones: "¡Tarde te amé, Hermosura tan
antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así
por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas
hermosas que tú creaste…Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo
aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me
tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti".
Tal vez no
somos tan grandes pecadores como San Agustín en su juventud. Pero es cierto que la mayoría de nosotros
pensamos demasiado en nosotros que olvidemos de la bondad de Dios. Tenemos que arrepentirnos de este orgullo
para conocer su amor.
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