El domingo, 15 de mayo de 2016



Domingo de Pentecostés 
(Hechos 2:1-11; Romanos 8:8-17; Juan 14:15-16.23-26)

La mujer consternada llamó al sacerdote.  Querría su consejo.  Dijo que una persona de su comunidad traía su teléfono dentro de la iglesia contra las reglas.  La mujer no sabía si debería reportar el caso al párroco o dejarlo.  Siguió que había hablado con el culpable quien le dijo que usaba el teléfono sólo para leer las lecturas de la misa.  Así quedan muchas cosas en el mundo de los medios sociales.  No es fácil juzgar si son buenas o malas.

Por una generación los teléfonos celulares nos han mantenido en contacto con nuestros familiares.  Los teléfonos inteligentes ahora llevan otros beneficios.  Hacen posible tener una gama de información e instrumentos en nuestros bolsillos. Pero no nos vienen sin peligros.  Se ha notado el peligro de hablar y textear mientras manejando el coche.   Ya los investigadores reportan cómo el uso excesivo de los medios sociales deteriora las relaciones humanas.  El problema resulta de comunicarse continuamente con gentes lejanas mientras ser ajeno a las personas en nuestro alrededor.  En cuanto a gentes en otras partes las relaciones se hacen superficiales porque no tienen base en la vida cotidiana.  En cuanto a personas cercanas el rechazo de reconocer su presencia puede desembocar en la falta de la inteligencia emocional.  Otro peligro es cómo la pantalla de los teléfonos, tablas y computadoras sirven como gran distracción.   Los aparatos rinden un millón de imágenes interesantes que cambian cada cinco segundos.  Por esta razón en muchos salones universitarios los profesores no permiten que los estudiantes entren con estos aparatos. Saben que en lugar de aprovechárselos para el estudio, los utilizarán para entretenerse.

Si la mirada continua al teléfono perjudica la relación entre personas humanas, doblemente amenaza la relación con Dios.  Pues ser consciente de la presencia de Dios requiere la atención a nuestro propio interior.  Tenemos que preguntarnos quiénes somos y cómo podremos lograr los fines de la vida.  No se puede ponernos estos interrogantes si siempre estamos leyendo email.  Dios no quiere formar una relación superficial con nosotros basada sólo en la asistencia en la misa cada ocho.  Más bien quiere que confiemos en Él para que nos realicemos como personas humanas conforme a Jesucristo.

Para maximizar nuestra relación con Dios, nos envía el Espíritu Santo.  El Espíritu mueve a los discípulos a proclamar a Jesús al mundo en la lectura hoy de los Hechos de los Apóstoles.  Así  nos empuja a formar relaciones significativas con la gente a nuestro alrededor. Tal vez más impresionante, el Espíritu Santo nos eleva la esperanza.  No nos satisfacemos más con “experiencias interesantes” sino buscamos la plenitud de la vida: la verdad, el amor, y la bondad.  Una balada norteamericana cuenta de la venida del tío de un niño a la casa de sus padres.  Dice que un tornado mató la familia del hombre pero no su fe.  Entonces describe cómo la presencia de su tío cambió la vida del niño. Le dio un sentido de gozo inagotable y del amor perdurable.  Eso es el efecto del Espíritu Santo en nuestras vidas.

La lectura de la Carta a los Romanos nos advierte que no nos conformemos al desorden del tiempo.  En nuestra edad el peligro incluye la fascinación excesiva con los medios sociales.  No son malos en sí pero se pueden utilizar en modos dañinos.  Para asegurar el uso apropiado de ellos queremos aprovecharnos de la presencia del Espíritu Santo.  Nos hace conscientes de otras personas lejos y cerca como dignas de la atención.  También nos eleva la conciencia a los fines de la vida de modo que pidamos a Dios para la ayuda de lograrlos.

Pentecostés no recibe la atención que merece.  Los judíos celebraban la fiesta en el tiempo de Jesús para conmemorar la alianza que hizo el Señor con su pueblo cincuenta días después de liberarlo de la esclavitud.  Tan grande como fuera esa celebración, el día es aún más significativo para nosotros.  Estamos celebrando la presencia del Espíritu Santo en nosotros que se hizo realidad cincuenta días después de nuestra liberación de la muerte.  El Espíritu Santo nos acompaña actualmente para elevar los ojos de nuestros teléfonos y acoger a las personas alrededor.  Nos hace hijos e hijas de Dios con gran capacidad para amar.  Nos hace para amar.

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