Décimo domingo del tiempo ordinario
(I Reyes
17:17-24; Gálatas 1:11-19; Lucas 7:11-17)
Los años
habían traído al viejo la sabiduría. Como
plomero por toda su carrera había entrado en muchas casas. Ya quería explicar a su sobrino una diferencia
entre gentes que consideraba importante.
Dijo que un tipo de persona te ofrecerá una taza de café cuando entres
en su casa. Otro tipo no te ofrecerá
nada. Para el viejo la taza de café era
símbolo de la hospitalidad, del reconocimiento que eres miembro de la familia
de Dios. Vemos estos dos tipos de
personas encontrando a Jesús en el evangelio hoy.
Simón, el
fariseo, ha invitado a Jesús a comer en su casa. Cuando llega su visitante, le ofrece el
asiento en la mesa pero nada de las cortesías de la época. No se le acoge con un beso, ni le ofrece lavar
los pies empolvados de la caminata.
Tampoco le unge la cabeza con aceite como es la costumbre. No es que Simón sea maleducado, mucho menos
malicioso. Simplemente no reconoce a Jesús
como representante de Dios digno del respeto más alto. Al contrario, lo veo como un fulano fascinado
por la atención que le proporciona la mujer de mala fama. Dice a sí mismo de Jesús: “’Si… fuera
profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando…’”
En
contraste con Simón, la mujer no sólo reconoce a Jesús como profeta sino derrocha
sobre él favores de agradecimiento. Le
baña los pies con lágrimas, los enjuga con su pelo, los besa y los unge con
perfume. Este tratamiento extravagante
corresponde a una persona que ha salvado su vida. La mujer siente tan
agradecida porque ha experimentado el perdón de Dios. Ya está libre del peso de su culpa de manera
que pueda sonreír de nuevo. Es la
libertad que las mujeres que tuvieron abortos sienten después de un retiro de
la “Viña de Raquel”.
Se puede
ver la diferencia de actitud entre el fariseo y la mujer en el apóstol san
Pablo. Como Simón en el evangelio, Pablo
trataba de cumplir todo los preceptos de la ley. Pero sus esfuerzos sólo le ganaron un sentido
de justificación falsa. Andaba persiguiendo a los inocentes mientras
pensando que llevaba a cabo la voluntad de Dios. Pero cuando conoció a Cristo, se dio cuenta
que no estaba sirviendo a Dios. Con el Bautismo, comenzó una vida nueva como la
mujer en el evangelio. Ya camina tan
resplendente del amor de Jesús que dice en la segunda lectura: “…ya no soy el
que vive, es Cristo quien vive en mí”.
No va a maltratar a nadie más. Al
contrario, se ha dedicado su vida para edificar comunidades de Cristo por el
mundo entero.
En la
primera lectura David se descubre a sí mismo como pecador. Durante este Año de Misericordia esto debe
ser nuestra tarea. A lo mejor nadie aquí
tendrá que confesarse como asesino como David pero todos hemos faltado el amor en
el corazón como Simón. Hemos fallado a
responder a la bondad de Dios hacia nosotros por nuestra indiferencia hacia los
demás. Queremos arrepentirnos de esta
falta y de los otros pecados que hemos cometido. También queremos aceptar el perdón de Dios para
vivir con agradecimiento en nuestros corazones.
Finalmente queremos mover con este agradecimiento por mostrar la
misericordia a los que sufran. Durante este año queremos mostrar la
misericordia.
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