El undécimo domingo ordinario
(II
Samuel 12:7-10.13; Gálatas 2:16.19-21; Lucas 7:36-50)
Los años
habían traído al viejo la sabiduría. Como
plomero por toda su carrera había entrado en muchas casas. Ya quería explicar a su sobrino una diferencia
entre gentes que consideraba importante.
Dijo que un tipo de persona te ofrecerá una taza de café cuando entres
en su casa. Otro tipo no le ofrecerá
nada. Para el viejo la taza de café era
símbolo de la hospitalidad, del reconocimiento que eres miembro de la familia
de Dios. Vemos estos dos tipos de
personas encontrando a Jesús en el evangelio hoy.
Simón, el
fariseo, ha invitado a Jesús a comer en su casa. Cuando llega su visitante, le ofrece el
asiento en la mesa pero nada de las cortesías de la época. No se le acoge con un beso, ni ofrece lavar
sus pies ya empolvados de la caminata.
Tampoco le unge la cabeza con aceite como es la costumbre. No es que Simón sea maleducado, mucho menos
malicioso. Simplemente no reconoce a
Jesús como representante de Dios digno del respeto más alto. Al contrario, lo veo como un fulano fascinado
por la atención que le proporciona la mujer de la mala fama. Dice a sí mismo de Jesús: “’Si… fuera
profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando…’”
En
contraste con Simón, la mujer no sólo reconoce a Jesús como profeta sino derrocha
sobre él favores de agradecimiento. Le baña
los pies con lágrimas, los enjuga con su pelo, los besa y los unge con
perfume. Este tratamiento extravagante
corresponde a una persona que ha salvado su vida. Siente tan agradecida porque
ha experimentado el perdón de Dios. Ya
está libre del peso de su culpa de manera que pueda sonreír de nuevo. Es la libertad que sienten las mujeres que
tuvieron abortos sienten después de un retiro de la “Vina de Raquel”.
Se puede
ver la diferencia de actitud entre el fariseo y la mujer en el apóstol san
Pablo. Como Simón en el evangelio, Pablo
trataba de cumplir todo los preceptos de la ley. Pero sus esfuerzos sólo le ganaron un sentido
de justificación falsa. Andaba persiguiendo a los inocentes mientras
pensando que iba llevando a cabo la voluntad de Dios. Como dice en la segunda lectura: “…nadie
queda justificado por el cumplimiento de la ley”. Pero cuando conoció a Cristo, se dio cuenta
que no estaba sirviendo a Dios. Con el perdón de pecado en el Bautismo, comenzó
una vida nueva como la mujer en el evangelio.
Ya camina tan resplendente con el
amor de Jesús crucificado que dice: “…ya no soy el que vive, es Cristo quien
vive en mí”. No maltrata a nadie; más
bien, dedica su vida a edificar la comunidad de Cristo en todas partes.
En la
primera lectura David se descubre a sí mismo como pecador. Durante este Año de Misericordia esto debe
ser nuestra tarea. Nadie aquí tendrá que
confesarse como responsable por la muerte del otro pero hemos faltado el amor como
Simón, el fariseo. Hemos fallado a
responder a la bondad de Dios por cuidar a otras personas con la generosidad. A veces aun las tratamos con el desprecio. Queremos arrepentirnos de estos y los otros
pecados que hemos cometido. Queremos
pedir el perdón de Dios quien siempre es rico en la misericordia. Finalmente, queremos aceptar su gracia para
vivir con agradecimiento en nuestros corazones todos nuestros días. Queremos vivir con agradecimiento en nuestros
corazones.
1 comentario:
Que interesante reflexión, y la comparación con el amor y misericordia de Dios padre, esto es también el volver a nuestra galilea, donde tuvimos nuestro primer amos a Jesús, es así como lo veo y lo aprecio.
En cuanto a la historia inicial que nos comparte, recuerdo que mi abuelita me decía que cuando llegaba visita si no se tenia otra cosa que invitar, un vaso con agua no se le niega a nadie.
Saludos y bendiciones.
Publicar un comentario