El domingo, 15 de enero de 2017

EL SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO 

(Isaías 49:3.5-6; I Corintios 1:1-3; Juan 1:29-34)

Antes de las emisiones de partidos de fútbol, los comentaristas presentan a los jugadores.  Dicen quien se verá en cada posición de la cancha.  Se puede pensar en el evangelio de hoy como una tal presentación.  Juan el Bautista actúa como el anunciador presentando a Jesús al mundo.  Menciona tres papeles claves que Jesús va a tomar para salvarnos.  Investiguémonos estos papeles para que apreciemos más su importancia a nosotros.

Primero, Juan presenta a Jesús como el “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.  No deberíamos pensar en Jesús como débil porque se describe como animal indefenso.  Lo que se tiene en cuenta aquí es el animal sacrificial cuya sangre rescató a los israelitas en Egipto.  Según Éxodo cuando el Faraón no permitió que los descendientes de Israel salieran del país, Dios le envió diez plagas para convencerlo.  La última plaga, que le venció, era la matanza del primogénito.  Todos los hogares eran infectados excepto aquellos cuyas puertas habían sido untadas con la sangre de un cordero degollado.

Así por la sangre de Jesús derramada en la cruz somos rescatados del pecado.  No importa lo que hemos hecho.  Podría ser tan grande como golpear a un ser querido. Dios lo perdonará por Jesucristo crucificado.  Si lo confesamos antes de un sacerdote con la intención de evitarlo en el futuro, podemos quedar seguros que el pecado no va a arruinarnos.

Juan no dice que Jesús es “el siervo de Dios”, pero sus palabras indican que asume este papel.  Cuando dice que ve “al Espíritu descender del cielo… y posarse sobre él”, está recordando lo que dice Dios por el profeta Isaías: “’Aquí está mi siervo…He puesto en el mi espíritu para que traiga la justicia a todas las naciones’”.  Jesús desenmascarará las fuerzas de la injusticia y las derrotará para que no nos amenacen.  En contraste con los líderes que se aprovechan de su poder para explotar a la gente, Jesús la usará para curar y liberar.  Conformándose con Jesús, hace cincuenta años Martin Luther King abrió los ojos del mundo a la devastación que causa el racismo.  Tanto su voz como sus acciones mostraron cómo el prejuicio envenenaba las almas de los blancos mientras negaba los derechos de los negros.

Todos nosotros – blancos y negros, mujeres y varones, cristianos y musulmanes -- somos “hijos e hijas de Dios”.  Pero sólo uno es el “Hijo unigénito de Dios”.  Juan lo pronuncia de Jesús en el evangelio como su tercer papel importante.  Por ser el Hijo unigénito, Jesús nos revela a Dios Padre: su misericordia  para todos y su voluntad que amemos a uno al otro.  Al cerrar la Puerta Santa de la basílica de San Pedro terminando el Año de Misericordia, el papa Francisco dijo: “… la verdadera puerta de la misericordia, que es el corazón de Cristo, siempre queda abierta para nosotros”.  Este corazón misericordioso movió a una iglesia negra a conmemorar la matanza de ocho miembros junto con su pastor hace dos años con una llamada a la bondad.  En junio del año pasado la Iglesia Emmanuel de Carolina Sur pidió a aquellos que quisieran responder al odio que causó la tragedia a actuar “obras de Gracia Asombrosa”.  Tenía en cuenta actos de servicio, sean grandes o pequeños, para “hacer el mundo un lugar mejor”.


Pero el mundo no será mejor sólo por nuestros actos no auxiliados.  Siempre el mundo hace falta a Jesucristo para crecer en la virtud.  Él lo libera del odio que lo detiene en el pecado.  Él le enseña los derechos verdaderos y cómo lograrlos.  Y él lo acompaña de modo que no nos olvidemos de que todos nosotros somos con él hijas e hijos de Dios Padre.  Que no nos olvidemos de que somos hijas e hijos de Dios.

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