EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA
(Génesis
12:1-4; II Timoteo 1:8-10; Mateo 17:1-9)
Se llama
la Odisea la mayor novela de la
historia. Cuenta de la vida de Odiseo en
la forma de un diario de viaje. Me
imagino que muchos de nosotros vemos nuestras vidas así. Comenzamos el viaje el día de nuestro
nacimiento. Por el camino encontramos a
diferentes personas y tenemos diferentes experiencias. Conocemos tiempos buenos y tiempos
malos. Al final llegamos a nuestro
destino si no hemos desviado del recorrido.
En la primera lectura Dios llama a Abram a hacer un viaje. Basado en la fe, el viaje de Abram se ha
hecho el modelo para nuestros propios viajes a la eternidad.
Abram ha
de dejar familia y nación para ir a una tierra extranjera. Tiene no más que una promesa de Dios que el
viaje valdrá la pena. Se le dice que lo
hará padre de un gran pueblo y bendición a muchos. En su viaje Abram aprenderá nuevos modos de
vivir. Se dará cuenta de la importancia
de atesorar a su esposa y de tratar a los demás con la bondad.
Dios ha
hecho una llamada semejante a cada uno de nosotros. Quiere que dejemos las malas costumbres de
familia y nación para que seamos hermanos y hermanas de Cristo. Esto no quiere decir que nuestras familias y
naciones sean malas. Pero ¿quién no dirá
que existen prejuicio, cinismo, y otras actitudes comprometedoras entre sus
familiares? Asimismo ¿quién no admitirá
que su cultura tiene tendencias corruptas como el individualismo y el
relativismo? Por esta razón Dios nos
llama aborde la barca de la Iglesia. Aquí
quiere inculcar en nosotros las virtudes de la justicia, la sabiduría, y la
misericordia.
En la
segunda lectura Pablo nos indica la meta de nuestro viaje de fe. Dice que Cristo Jesús ha revelado “la luz de
la vida y la inmortalidad”. Si
procuramos cumplir el viaje, vamos a llegar a Jesús en la resurrección del
cuerpo. Al menos Pablo no dudó este
destino. En otra carta escribe: “…siento
gran deseo de romper las amarras y estar con Cristo…”
Realmente
Jesús constituye el camino del viaje tanto como su meta. Por el evangelio, el compendio de la vida de
Jesús y sus enseñanzas, aprendemos cómo consagrar nuestra vida a Dios. Tenemos
que cumplir las responsabilidades a la familia y al trabajo, de ser buenos
prójimos a los necesitados, y de adorar a Dios como se le debe. No es nada fácil este camino. Se dice que en los maratones aun los
corredores probados después de treinta kilómetros a menudo “chocan contra un
muro”. Eso es, por falta del glucógeno
sienten incapaz de llegar a la meta. Así
en el camino hacia “la luz de la vida y la inmortalidad” a veces experimentamos
la falta del glucógeno. No queremos
seguir adelante. Preferimos un deseo
pecaminoso como insultar a nuestra pareja o calumniar a un adversario. Necesitamos la ayuda para seguir adelante en
el camino.
Somos
como los apóstoles cuando Jesús lleva a los tres principales a la montaña en el
evangelio. Jesús acaba de decir a todos
que va a sufrir la muerte en Jerusalén.
Añadió que ellos tienen que seguirlo llevando sus cruces detrás de
él. La visión de Jesús transfigurado en
la gloria les da el ánimo para continuar.
Entonces el toque de Jesús levanta a los tres de su temor para que
enfrenten los retos adelante. Nosotros
tenemos la visión del Señor transfigurado en los santos. Recuerdo al papa San Juan Pablo II en la
televisión la Navidad antes de su muerte.
Su cara miró viejo y cansado. No
obstante, parecía resoluta luciendo con la verdad en un mundo
distorsionado. No le importaba si los
soberbios se burlaban de él. Quería
decir al mundo una vez más: “Te amo.”
Hablamos
de la vida como un viaje, pero esta palabra no hace la justicia a su
trayectoria. Realmente es más como una
peregrinación. Al menos es así cuando la
vivimos con la fe. No caminamos solos
sino en buena compañía. Tenemos como
ayuda en los momentos retadores los sacramentos. Al final llegaremos al santuario del Señor – “la
luz de la vida y la inmortalidad”.
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