VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO
(Jeremías
20:7-9; Romanos 12:1-2; Mateo 16:21-27)
Según el
modo común de pensar un profeta es alguien que prediga el futuro. Pero también escuchamos cómo figuras como
Martin Luther King, que no se conocen por haber predicho el porvenir sino por
denunciar el pecado, también son profetas.
En el evangelio hoy vemos a Jesús haciendo ambas cosas.
La Iglesia
proporciona la primera lectura como enfoque para entender a Jesús como
profeta. Se puede decir que Jeremías es
el profeta más conocido en el Antiguo Testamento. Su libro es por mucho el más personal de
todos los profetas. En la lectura
Jeremías le lamenta a Dios por la condición deplorable en que se encuentra. Se ha agotado denunciando los pecados de
Israel sin viendo el arrepentimiento. De
hecho, solo recibe la burla de la gente por sus esfuerzos para corregir sus
faltas.
Se
encuentra a Jesús en el evangelio hoy en una situación semejante. La gente ha rehusado poner fe en él. Sus paisanos en Nazaret se escandalizaron a
causa de él. Y los fariseos lo desafían
cada vez que puedan. Sí, es cierto Simón
Pedro le ha declarado “el Mesías, el Hijo de Dios”. Pero ahora el mismo Pedro muestra poco
entendimiento de lo que este oficio signifique.
Cuando Jesús, actuando como profeta, le informa que va a sufrir por ser
Mesías, Pedro se lo opone abiertamente.
Entonces
Jesús se prueba como profeta en el segundo sentido de la palabra por reprochar
a Pedro. Le llama “Satanás”, el tentador
que quiere desviar a la gente de hacer lo correcto. Además de haber predecir lo
que le va a pasar, Jesús denuncia la presunción que se pueda llegar a la gloria
sin experimentar la cruz.
Aquí hay
una lección sobre la vida espiritual. Es siempre más que la paz y la
harmonía. Más bien incluye momentos de
lucha. Hay que dominar las pasiones que
nos sofocaríamos con placeres. Hay que
disciplinarnos para superar las tentaciones para seguir otras metas
transcendentes como la fama y el poder. Finalmente,
hay que levantarnos sobre los críticos, tanto amigos como enemigos, que nos
desviarían del camino a la vida verdadera.
En el
evangelio Jesús, siempre el profeta perspicaz, propone el interrogante valioso:
“¿De qué sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida?” Por decir “la vida” aquí Jesús no tiene en
mente la vida en la tierra que terminará con la muerte. Más bien está refiriéndose a la vida con Dios
que no terminará nunca. Esta vida implica
anhelos más profundos como la reunión con nuestros seres queridos ya muertos y
la gloria que teníamos en la flor de la vida.
Jesús nos cuenta que hay solo un camino a esta vida, lo de juntarse con
él como su discípulo.
Se había demostrado
la lección acá a los papas nuevamente elegidos por más de cinco siglos con un
ritual dramático. Cuando el papa
nuevamente elegido estaba siendo llevado de la sacristía de la Basílica de San
Pedro al lugar de la coronación, se interrumpió la procesión tres veces. Un monje llevando un brasero con ramas de
lino ardiendo cada vez gritó en latín: “Sancte Pater, sic transit gloria
mundi” que significa “Santo Padre, así pasa la gloria del mundo”. Era una lección para todos. El poder y la fama aún del papado no vale más
que la tela ardiente si la persona pierde su alma, su vida. Que no permitamos nada interferir con nuestro
seguimiento de Jesús. Solo él puede
llevarnos a la vida.
PARA LA
REFLEXIÓN: ¿Qué cosas permites interferir con tu seguimiento de Jesús?