El domingo, 3 de septiembre de 2023

 VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO

(Jeremías 20:7-9; Romanos 12:1-2; Mateo 16:21-27)

Según el modo común de pensar un profeta es alguien que prediga el futuro.  Pero también escuchamos cómo figuras como Martin Luther King, que no se conocen por haber predicho el porvenir sino por denunciar el pecado, también son profetas.  En el evangelio hoy vemos a Jesús haciendo ambas cosas. 

La Iglesia proporciona la primera lectura como enfoque para entender a Jesús como profeta.  Se puede decir que Jeremías es el profeta más conocido en el Antiguo Testamento.  Su libro es por mucho el más personal de todos los profetas.  En la lectura Jeremías le lamenta a Dios por la condición deplorable en que se encuentra.  Se ha agotado denunciando los pecados de Israel sin viendo el arrepentimiento.  De hecho, solo recibe la burla de la gente por sus esfuerzos para corregir sus faltas. 

Se encuentra a Jesús en el evangelio hoy en una situación semejante.  La gente ha rehusado poner fe en él.  Sus paisanos en Nazaret se escandalizaron a causa de él.  Y los fariseos lo desafían cada vez que puedan.  Sí, es cierto Simón Pedro le ha declarado “el Mesías, el Hijo de Dios”.  Pero ahora el mismo Pedro muestra poco entendimiento de lo que este oficio signifique.  Cuando Jesús, actuando como profeta, le informa que va a sufrir por ser Mesías, Pedro se lo opone abiertamente. 

Entonces Jesús se prueba como profeta en el segundo sentido de la palabra por reprochar a Pedro.  Le llama “Satanás”, el tentador que quiere desviar a la gente de hacer lo correcto. Además de haber predecir lo que le va a pasar, Jesús denuncia la presunción que se pueda llegar a la gloria sin experimentar la cruz.

Aquí hay una lección sobre la vida espiritual. Es siempre más que la paz y la harmonía.  Más bien incluye momentos de lucha.  Hay que dominar las pasiones que nos sofocaríamos con placeres.  Hay que disciplinarnos para superar las tentaciones para seguir otras metas transcendentes como la fama y el poder.  Finalmente, hay que levantarnos sobre los críticos, tanto amigos como enemigos, que nos desviarían del camino a la vida verdadera.

En el evangelio Jesús, siempre el profeta perspicaz, propone el interrogante valioso: “¿De qué sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida?”  Por decir “la vida” aquí Jesús no tiene en mente la vida en la tierra que terminará con la muerte.  Más bien está refiriéndose a la vida con Dios que no terminará nunca.  Esta vida implica anhelos más profundos como la reunión con nuestros seres queridos ya muertos y la gloria que teníamos en la flor de la vida.  Jesús nos cuenta que hay solo un camino a esta vida, lo de juntarse con él como su discípulo.

Se había demostrado la lección acá a los papas nuevamente elegidos por más de cinco siglos con un ritual dramático.  Cuando el papa nuevamente elegido estaba siendo llevado de la sacristía de la Basílica de San Pedro al lugar de la coronación, se interrumpió la procesión tres veces.  Un monje llevando un brasero con ramas de lino ardiendo cada vez gritó en latín: “Sancte Pater, sic transit gloria mundi” que significa “Santo Padre, así pasa la gloria del mundo”.  Era una lección para todos.  El poder y la fama aún del papado no vale más que la tela ardiente si la persona pierde su alma, su vida.  Que no permitamos nada interferir con nuestro seguimiento de Jesús.  Solo él puede llevarnos a la vida. 

PARA LA REFLEXIÓN: ¿Qué cosas permites interferir con tu seguimiento de Jesús?

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